Andrea, que vive con discapacidad múltiple y en contexto de pobreza, cuando tenía 17 años la violó su tío y tuvo que enfrentar un embarazo y maternidad forzada; Laura vive en un condominio de clase media, pero hay días que pasa hambre junto a su hija porque su marido no le deja “mesada” y tampoco le permite salir a trabajar; Virginia, que vive en una comunidad lejana, ha tratado de huir de los golpes del hombre con el que se casó, pero desiste porque no sabe a quién pedirle ayuda; Melisa, joven de 18 años quien cursaba su primer año en la Universidad, fue secuestrada cuando tomaba el bus extraurbano que la acercaba al campus, su cuerpo mutilado apareció dos días después.
Mujeres cuyas historias, independientemente de la edad, la pertenencia étnica, la diversidad funcional, el lugar de residencia u otros factores, fueron atravesadas por la violencia. Una violencia específica, estructural, fruto de relaciones de poderes asimétricas, que se fundamenta en el menosprecio, la inferiorización y la negación de las mujeres como sujetas.
Un tipo de violencia, además, cuyo objetivo ulterior, profundo, es frenar cualquier intento de autonomía-individual o colectiva- de las mujeres para que en este sistema patriarcal opresivo e inequitativo nada cambie. Una especie de guerra sostenida y de alta intensidad para mantener el control y los privilegios de género.
Todo esto se ha denunciado infinitas veces en los últimos años. Y entonces, ¿por qué sigue siendo un problema tan arraigado y de dimensiones tan alarmantes? Hay diferentes formas de responder a esta inquietud, una que se concentra en lo estructural y apunta al sistema patriarcal, que, imbricado con otros sistemas de opresión, se basa en el control, sujeción y explotación de las mujeres y todo lo que se aleje del rasero masculinizado.
Y otras que apuntan a los abordajes institucionales reduccionistas que, en el mejor de los escenarios, sólo se concentra en la atención de casos, pero no en la prevención primaria ni en el acceso a la justicia para las mujeres; a una institucionalidad debilitada y con escaso presupuesto asignado, narrativas estatales falaces y soluciones cosméticas como líneas telefónicas que no brindan atención en todos los idiomas del país o botones de pánico que no se adaptan a las necesidades de las mujeres empobrecidas. Finalmente, lógicas institucionales de un Estado que no ha asumido a cabalidad su rol de garante de la vida de las mujeres y sucesivos gobiernos a los que les ha faltado voluntad para ingresarlo de manera pertinente a la agenda política.
Otro elemento importante es el silencio social cómplice que permite su perpetuación. La violencia contra las mujeres, aunque es absolutamente explícita, brutal y está presente en todos los ámbitos y en todo el ciclo de vida, es negada, invisibilizada y silenciada por la sociedad. Una sociedad que elige mirar para otro lado frente a cada femicidio; que no le parece escandaloso que después de 25 años de estarlo reivindicando, el acoso sexual aún no sea reconocido como delito en el país; que reproduce y permite la infravaloración y objetivación de las mujeres; que no denuncia, e incluso justifica, la violación sexual y los embarazos forzados de niñas y adolescentes; que permite opiniones prejuiciosas, sexistas y deslegitimadoras acerca las mujeres en los medios de comunicación, entre otras.
El problema acerca de los datos con los cuales ilustrar la realidad en torno a la violencia contra las mujeres persiste, cada institución aporta cifras distintas, sin embargo, sea cual sea el sistema de registro seleccionado, queda en evidencia que la situación es preocupante. Incluso más, cuando se sabe que existe un subregistro muy difícil de calcular a partir de la información estadística con la que se cuenta en el país.
Según los datos de la Encuesta Nacional de Salud Materno Infantil (2014-2015) casi 4 de cada diez mujeres que sufrieron violencia buscó ayuda, las restantes 6 no lo hicieron, aunque algunas de ellas se lo contaron a alguien. Si bien es cierto que la encuesta no utiliza una muestra probabilística, y por lo tanto el dato no es aplicable a todas las mujeres que han sufrido violencia en el país, ofrece alguna idea del nivel de subregistro en el país. Por otro lado, la Encuesta Nacional de Percepción de Seguridad Pública y Victimización (ENPEVI 2018) brinda otra evidencia que permite acercamientos a la cifra de delitos que no se denuncian, en ese caso se evidenció que, en términos generales, sólo en el 23 % de los casos se ingresa una denuncia al sistema de seguridad y justicia.
En este escenario, de acuerdo con información obtenida por acceso a información pública y los datos del Observatorio de las Mujeres, el Ministerio Público (MP), entre 2014 a 2020 recibió 460,207 denuncias por algunas de las formas de violencia contempladas en la Ley contra el Femicidio y otras formas de violencia contra la mujer (física, psicológica, sexual y económica). En 2020 el promedio de denuncias diarias por delitos contra mujeres y niñez fue 199 (43% del total de denuncias que recibe dicha entidad) mientras que, en 2021, ese promedio aumentó a 230 por día (aunque en relación con el total de denuncias el promedio descendió a 36%). Hasta el 20 de noviembre, ingresaron 57, 899 casos de violencia contra la mujer, de los cuáles 34% corresponden a violencia psicológica, 22% a violencia física y 1% a violencia económica. Además, fueron reportados 8, 819 casos de violación sexual a mujeres y niñas (aproximadamente 27 denuncias al día), así como 4,264 de agresión sexual.
Vinculado con la violencia sexual, en 2020, el Observatorio de Salud Sexual y Reproductiva tomando los datos que reporta el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social contabilizó 4,814 violaciones sexuales de niñas entre los 10 y 14 años que culminaron en un embarazo, mientras que hasta octubre de 2021 fueron 1,644 embarazos en ese mismo rango etario.
Según la información estadística proporcionada por la Policía Nacional Civil (PNC) la mayor propensión a experimentar violencia en su contra en el ámbito doméstico, en 2020 lo vivieron las mujeres de 18 a 55 años, aunque se agudizó en el rango etario de 26 a 35 años (30%); mayoritariamente en mujeres solteras (27%) quienes fueron agredidas fundamentalmente en la vía pública (75%). De acuerdo con el procesamiento de la información que Diálogos realizó partiendo de la información aportada por la PNC, los departamentos con tasas más altas de denuncias de violencia intrafamiliar son Baja y Alta Verapaz, Petén, El Progreso, Sacatepéquez, Retalhuleu, Jalapa y Sololá.
El femicidio es la forma más extrema de violencia contra las mujeres y en el país ha cobrado demasiadas vidas en los últimos años. De acuerdo con los datos de la Policía Nacional Civil, entre 2015 y 2021 han muerto de forma violenta 3.595 mujeres.
Fuente: elaborado por Diálogos a partir de reportes mensuales de PNC por medio de Ley de Acceso a la Información Pública
Según los datos que se recaban en el Observatorio de las mujeres del MP, solo entre enero y noviembre de 2021 se han registrado 466 femicidios, superando en este período los 454 registrados durante el año 2020. De hecho, de acuerdo con las estimaciones realizadas por Diálogos, utilizando las cifras de la PNC, la tasa se podría culminar en 4.8, superando la del año 2020 que se ubicó en 4.2.
Otro delito grave cometido contra las mujeres es la desaparición. Durante el año 2020, el MP activó 1,563 alertas por desaparición de mujeres mayoritariamente jóvenes (65% tenían entre 18 y 29 años), un promedio de 4 al día. De las mismas, 80 % fueron desactivadas (correspondiente a 1261 casos) y permanecieron activadas 302 (20%). De las desactivadas, la mayoría de las mujeres fueron encontradas con vida (1242) mientras que 19 fueron víctimas de muerte violenta.
Las circunstancias de la desaparición cuando se activaron las alertas, según consta en el Instituto Nacional de Estadística, con datos proporcionados por el Ministerio Público, fueron las siguientes:
Fuente: elaboración propia a partir de INE (2020)
La Convención de Belém do Pará (1994) abrió la puerta en la región latinoamericana para la prevención, sanción y erradicación de la violencia contra las mujeres y aportó la conceptualización de las violencias que se reconocen en el marco legal guatemalteco como tal (física, sexual, psicológica y económica, así como el femicidio). Pero ¿qué otras violencias afectan de forma particular a las mujeres y no se nombran como tal? O ¿qué otras violencias silenciadas o por omisión existen y no se perciben de esa manera?
En ese sentido, La Parra y Tortosa (2003) definen la violencia estructural como una forma de injusticia social en la cual “se produce un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, identidad o libertad) como resultado de los procesos de estratificación social, es decir, sin necesidad de formas de violencia directa». Retomando su definición Luna Follegati (2019) explica que la violencia estructural “permite considerar la existencia de una estratificación social que da origen a una forma de reparto desfavorable para las mujeres del acceso o posibilidad de uso de los recursos que permiten la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, identidad o libertad)”.
Ahora, entonces, analicemos algunos datos:
La brecha global de género, calculada por el Foro Económico Mundial, mide la brecha de desigualdad de género en cuanto a participación en la economía y el mundo laboral cualificado, participación política, acceso a la educación y esperanza de vida. En el informe 2021, Guatemala presentó un índice de brecha de género de 0,655 (ocupó el lugar 122 en el ranking de 156 países y es el que ocupa el último lugar de la región latinoamericana). Retrocedió 9 puestos respecto del año anterior, ensanchando la desigualdad entre hombres y mujeres.
En términos de acceso a educación, de acuerdo con los datos del XII Censo Nacional de Población (2018) persiste la brecha en cuanto al alfabetismo, mientras que para los hombres es de 85%, para las mujeres alcanza el 78%. Si bien es cierto que las brechas disminuyeron para ambos sexos respecto del censo 2002, donde los hombres presentaron 76% y las mujeres 67%, persiste la diferencia entre unos y otras.
Además, cuando se analizan las causas de deserción escolar de niñas las primeras en la lista están vinculadas con el rol de género asignado (embarazo, quehaceres del hogar, cuidado de las personas, los padres o la pareja, no quieren o se casó o se unió).
Con respecto a la participación política, las mujeres en Guatemala representan el 52% de la población del país (INE, 2018), en el padrón electoral son el 54%, pero sólo ocupan el 19% de las curules en el Congreso de la República y de 340 alcaldías sólo 11 son dirigidas por alcaldesas.
En cuanto al mercado de trabajo según lo estableció Asíes (2021), las mujeres ocupan también una posición subordinada, conforman el 30.8 % de quienes perciben un salario y trabajan en relación de dependencia; 43.4 % de quienes trabajan por cuenta propia y sólo el 26% son empleadoras. La brecha salarial en Guatemala coloca una diferencia del 12% entre los salarios de los hombres y de las mujeres, aunque en algunas ramas laborales la brecha se ensancha hasta 293% en el caso de las y los empleadores agrícolas (donde ellos ganan en promedio Q21,990.56 y ellas Q7,814 ) y 155% como en el caso de quienes se emplean como trabajadoras / es de casa particular (donde ellos perciben un promedio de Q 2,565.81 y ellas de Q 1,006.89).
La brecha en las propiedades de las casas es amplia: sólo el 22 % tiene titulares mujeres mientras que en el caso de los hombres ese porcentaje sube a 59% (INE, 2018). Si se analiza la autonomía en la toma de decisiones sobre lo que sucede en los hogares, cuando se consultó en el censo sobre este punto, las personas respondieron que 26% los hombres, y 15% las mujeres, en 57% las decisiones se toman entre ambas partes.
De manera que la estratificación social y ese reparto desigual de las oportunidades y los recursos constituyen una forma de violencia, que, aunque se haya percibido históricamente como “natural”, no lo es y debe ser denunciada.
Quedan por desarrollar para próximas oportunidades otras formas de violencia como la política, la electoral, la epistémica, la obstétrica, la alimenticia, la estética, la digital, entre otras cuyas conceptualizaciones se han ido construyendo al calor del debate feminista en el continente.
Fruto de años de elaboración colectiva las mujeres desde la sociedad civil, la academia y las organizaciones feministas han creado propuestas, no sólo para mejorar la atención de casos, sino también activar estrategias asertivas de prevención y avanzar hacia la erradicación de la violencia de género contra las mujeres. En primer lugar, se ha planteado la necesidad cada vez más urgente de ir a lo profundo, cambiar las preguntas, develar miradas escuetas, ampliar el espectro analítico. Concentrar esfuerzos en desmantelar los velos de naturalización que la mantienen y perpetúan.
En términos pragmáticos propiciar reformas al Estado que permitan la democratización del acceso a las oportunidades de desarrollo para las mujeres. Además, contribuir al fortalecimiento institucional impulsando políticas integrales de atención y protección a niñas, adolescentes y mujeres sobrevivientes de violencia sexual, sobre todo, a quienes deban enfrentar un embarazo como fruto de dicha violencia.
Apuntar a la concreción o reforma de marcos legales para contar con una Ley contra el acoso sexual, así como tipos penales para todas las violencias invisibilizadas. En ese mismo sentido y para desandar el camino de las violencias estructurales, promover la aprobación de la Ley de Desarrollo Rural Integral y de autonomía económica para las mujeres.
Fortalecer el trabajo de prevención primaria en todos los espacios posibles, realizar actividades de sensibilización en todos los ámbitos, desde las comunidades más alejadas hasta los centros urbanos más poblados; campañas sostenidas a través de medios de comunicación con narrativas que interpelen la normalización de este tipo de violencias.
Insistir en la demanda al Estado y sus instituciones para mejorar los sistemas de registro y crear nuevos instrumentos de medición de las distintas manifestaciones de violencia, incluyendo aquellas que no están nombradas ni reconocidas en los marcos legales, pero existen y afectan gravemente la vida de las mujeres.
Sin abandonar la demanda hacia el Estado, porque tiene la obligación de garantizar la vida y seguridad para las niñas, adolescentes y mujeres adultas, también se han elaborado propuestas para articular acciones de protección colectivas surgidas desde las propias mujeres organizadas que parten de la premisa de subvertir las lógicas que originan la violencia en su contra.
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Referencias
Follegati, Luna (2019) Violencia estructural y feminismo: apuntes para una discusión. En http://www.nomasviolenciacontramujeres.cl/wp-content/uploads/2019/09/Violencia-Estructural-y-Feminismo.pdf
La Parra, D & Tortosa, José María. (2003). Violencia estructural: una ilustración del concepto. En Documentación Social (131 – pp 57 -72). En: http://www.ugr.es/~fentrena/Violen.pdf
Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS), Instituto Nacional de Estadística (INE), ICF International (2017). Encuesta Nacional de Salud Materno Infantil 2014-2015. Informe Final. Guatemala, MSPAS/INE/ICF