La parálisis ocurre en situaciones en las cuales es mejor pasar desapercibidos. Muchos animales utilizan el camuflaje para ello. De esta manera el depredador les puede pasar a su lado, pero no los detecta. Es un estado momentáneo, para luego salir volando y ponerse a salvo. En los humanos ese camuflaje se da a través del discurso. Cuando hacemos algo incorrecto, por ejemplo, y luego no queremos asumir las consecuencias del error o de la transgresión tendemos a mentir. Fingimos demencia.
Huir de las situaciones de peligro suele ser lo más común. El miedo nos aconseja irnos lo más lejos y rápido posible cuando no hay condiciones para salir bien librados de un enfrentamiento. A veces, le llamamos a esto cobardía, un término con fuerte connotación negativa porque en las sociedades humanas generalmente los peligros comunes sólo se pueden enfrentar colectivamente. Entonces, es necesario castigar, al menos moralmente, a quien no está dispuesto a luchar solidariamente con los demás miembros de su tribu.
El miedo también nos impulsa a tomar riesgos. Hay situaciones límite en las cuales la inmovilidad es contraproducente, pues nos hace aún más vulnerables. En otros casos, el escapar es imposible, o eventualmente nos alcanzarán y cuando lo hagan estaremos tan agotados que no podremos defendernos. Así que ese instinto de supervivencia llamado miedo, que algunos suelen ver con desprecio, sí nos puede aconsejar enfrentarnos a la amenaza.
Algunos opinan que en 2015 perdimos el miedo a salir a las calles y protestar. En realidad, lo que ocurrió fue que aprendimos a canalizar el miedo de otra manera. Nos dimos cuenta que no hacer algo al respecto de la cínica y descarada corrupción sólo empeora las cosas, porque durante mucho tiempo dejamos la política en manos de los inmorales e inescrupulosos. Vimos con claridad que huir hacia nuestros espacios de confort es totalmente improcedente, evadiendo así la responsabilidad de informarnos bien de lo que ocurre (como el avestruz que metiendo la cabeza en la arena cree que está segura). Los más vulnerables generalmente son los que primero sufren las consecuencias de nuestra indiferencia. Sin embargo, eventualmente el fracaso como sociedad nos alcanzará a todos y también nos destruirá.
Precisamente porque tenemos mucho que perder, el miedo nos hace tomar riesgos que no asumiríamos para obtener algo a lo que aspiramos, por muy valioso que eso sea. En el momento histórico en el cual nos encontramos los guatemaltecos no podemos darnos el lujo de quedarnos inmóviles o de salir huyendo. Es el momento de exigir en la Plaza que no se tiren por la borda los avances que hemos logrado en términos del fortalecimiento del sistema de justicia, por ejemplo, y su consecuente efecto positivo en la reducción de la violencia homicida. Los enemigos de la decencia, tanto los corruptos del sector público como del privado, quieren que retrocedamos o simplemente que permanezcamos ausentes. Pero esas actitudes no sólo pondrían en riesgo nuestro presente, sino también nuestro futuro.
Siempre cuento que en el 2015 los primeros en llegar a las manifestaciones eran mi mamá y mi papá, quienes a sus más de 70 años de edad me decían que pasaron su vida siendo indiferentes a la política, ocupados en trabajar para sacar adelante a su familia, sin darse cuenta que esa indiferencia tendría consecuencias tan graves para sus nietos. Es por eso que ellos y miles de personas ahora se movilizan como una colectividad que sabe que su bienestar y el de sus descendientes está en juego. También es cierto que en el contexto del conflicto armado interno que les tocó vivir a mis padres era extremadamente peligroso participar en la política. El Estado contrainsurgente aplicó estrategias para causar terror del que paraliza, del que calla. Pocos se atrevían a siquiera expresar libremente su pensamiento, pues podían ser tachados de enemigos y convertirse en objetivos de la represión arbitraria. En mi familia paterna, la víctima más sobresaliente de la represión fue Bernardo Lemus Mendoza, destacado economista e intelectual de la Universidad de San Carlos de Guatemala, fundador del Hotel Posada del Quetzal en la Baja Verapaz, quien fue asesinado en 1981.
Hoy lo que me da miedo es el denominado “conservadurismo pragmático” que llama al inmovilismo y, en el mejor de los casos, al reformismo gradual. Los conservadores, por definición, prefieren el statu quo. No obstante, el miedo sí los moviliza cuando ven en riesgo sus privilegios, es decir, cuando el orden establecido al cual ellos están tan acostumbrados se pone en duda. Esto explica en gran medida la movida independentista de los criollos en 1821. Parecieran no entender que es su preciada estabilidad, así como los conceptos de Estado de Derecho y certeza jurídica, lo que precisamente dañaron los corruptos que hoy ocupan el Congreso de la República. Por eso, de estos últimos no queremos disculpas, sino renuncias. No se los pedimos con cortesía, simplemente se los exigimos.
Por otro lado, me temo que la conspiración de la semana pasada a favor de la impunidad no fue únicamente responsabilidad de los 107 innombrables y el presidente. Sinceramente, no me extrañaría confirmar que algunos de los conspiradores fueron empresarios adinerados, tradicionales y emergentes, que financiaron campañas electorales utilizando el anonimato. Seguramente están incluidos entre los que ahora llaman a la calma, a la inacción, pues se atrevieron a apoyar solapadamente a los corruptos del Congreso que buscaron la impunidad a toda costa, la propia y la de sus patrocinadores. Ahora, ante el miedo que les provoca el escarnio social y el ostracismo, prefieren el camuflaje del discurso bien intencionado por preservar la institucionalidad. Esperamos que sus colegas de las cámaras empresariales los identifiquen y los expongan ante la opinión pública. Si ellos quedan sin castigo, aunque sea reputacional, volverán pronto a las viejas prácticas de comprar corruptos para proteger sus intereses particulares en la legislatura.
Es tiempo de transformar el sistema político y eso requiere no sólo del uso de la razón, sino también de la reorientación de nuestras emociones. No se trata de suprimir el miedo, es cuestión de reconocerlo y orientarlo. Esa es la definición de los valientes: quienes se atreven a la acción a pesar del temor que sienten. Qué no nos reclamen nuestros hijos el que “pudiendo haber hecho tanto nos atrevimos a tan poco”.