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Recomendaciones para una política de drogas enfocada en la salud pública

Por Marco Robbles
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Entre las preocupaciones insuficientemente discutidas en Guatemala destaca el problema de salud pública que representa el consumo de drogas tanto para el Estado como para la sociedad. Aunque no todos los consumidores de drogas ilícitas son problemáticos, es decir, víctimas de una dependencia que no les permite llevar una vida funcional, el Estado de Guatemala prácticamente no brinda la atención necesaria para los que sí lo son, pues sólo cuenta con un centro ambulatorio y de bajo presupuesto –ni siquiera sabemos con certeza las cifras del consumo entre la población. Las respuestas privadas al problema son poco alentadoras, pues generalmente carecen de un sustento científico y médico que ayude efectivamente a los pacientes a recuperar su funcionalidad. El Ministerio de Salud Pública apenas tiene una mínima capacidad para controlar a los centros privados de atención, donde incluso podrían estar ocurriendo violaciones a los derechos humanos de los pacientes, al privárseles de libertad en contra de su voluntad. Tampoco existen en Guatemala programas preventivos efectivos, ni mucho menos una práctica que minimice los daños colaterales del uso de drogas. Por ejemplo, en los países desarrollados está muy difundida la provisión de jeringas nuevas para evitar el contagio de VIH-SIDA o hepatitis C entre los consumidores de heroína, que suelen compartir jeringas usadas y así difundir esas otras graves enfermedades que ponen en riesgo a más personas.

Por otro lado, el enfoque de salud pública requiere dejar de concebir a los consumidores de drogas como delincuentes a ser encarcelados, y llama a considerar la despenalización del consumo. En muchos países las cárceles se llenan de consumidores que no han cometido ningún crimen violento, pero ya privados de libertad sí pueden ser víctimas de peligrosos criminales y eventualmente pueden empezar a consumir otro tipo de drogas mucho más dañinas para su salud. Según registros del Sistema Penitenciario, en Guatemala no hay tantas personas presas como en otros países por este tipo de delitos, pero sí hay mucho más mujeres que hombres que entran a prisión por el delito de “posesión para el consumo” y reciben una pena totalmente desproporcionada. Esto representa un costo innecesario para el Estado, para el individuo y para la sociedad. Además, es bien sabido que entre las malas prácticas policiales aún se encuentra la implantación de evidencia falsa, generalmente bolsitas con alguna droga, para capturar a supuestos criminales a quienes no se les ha podido detener con evidencia sólida. Este método reprobable también se ha prestado para conseguir el pago de sobornos en puestos de registro. Adicionalmente, los jueces no poseen criterios claros en la ley para distinguir a un simple consumidor de un distribuidor minorista, o de un narcotraficante, lo cual puede conducir a que los primeros puedan pasar años en prisión por algo que en ciertos Estados de la Unión Americana ya ni es considerado como un delito, tal es el caso de la marihuana para su consumo recreativo en Washington, Colorado, Oregón, Alaska y en el mismo Distrito de Columbia, la capital federal.

En este sentido, vale la pena resumir las principales recomendaciones de la comisión conjunta entre The Johns Hopkins y The Lancet(publicadas el 24 de marzo 2016, Public health and international drug policy) y las cuales están basadas en la evidencia científica disponible:

  1. Despenalizar lo que en la actualidad se consideran delitos, convirtiéndolos en faltas menores por el uso, la posesión y la venta en pequeñas cantidades de drogas, cuando no hay violencia de por medio, al mismo tiempo que se fortalecen las respuestas de salud pública y se generan alternativas a la sanción penal.
  2. Reducir la violencia y los daños ocasionados por la represión estatal, lo que incluye mantener al margen a los militares de la persecución del narcotráfico. Las fuerzas de seguridad civiles deben enfocarse en perseguir a los grupos criminales más violentos.
  3. Asegurar el acceso a servicios que reducen los daños por el uso de drogas, como espacios seguros y supervisados, especialmente en prisiones y centros de detención preventiva.
  4. Asegurar la disponibilidad de centros de atención para quienes sufren dependencia a las drogas, con tratamientos basados en las ciencias médicas y que sean respetuosos de los derechos humanos del paciente, lo que implica eliminar la detención contra su voluntad y cualquier otro abuso en nombre de un supuesto tratamiento.
  5. Garantizar el acceso a drogas controladas, como las utilizadas contra el dolor en cuidados paliativos de pacientes con cáncer en fase avanzada, estableciéndose instancias multisectoriales que contribuyan a determinar los niveles de existencia necesarios anualmente.
  6. Reducir el impacto negativo de las políticas de drogas en las mujeres y sus familias, minimizando especialmente el encarcelamiento de mujeres que no cometieron algún crimen violento.
  7. El control de cultivos ilícitos también debe de tomar en cuenta los criterios de salud, por lo que deben detenerse todos los programas que incluyan la aspersión aérea de herbicidas tóxicos. El desarrollo alternativo debe considerarse como parte de las estrategias que, además, deben ser implementadas en consulta con las comunidades afectadas.
  8. Los Estados deben favorecer la inclusión de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la determinación del nivel de peligrosidad de cada droga, lo cual debe informar las políticas. Los Estados también deben enviar en sus delegaciones a la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas en Viena a funcionarios de salud pública (y no sólo a diplomáticos y funcionarios de seguridad).
  9. Los avances generados por las políticas de drogas deben medirse con indicadores de salud, desarrollo y derechos humanos. Tanto la OMS como el PNUD deben contribuir en su formulación. Por ejemplo, este último ya ha propuesto algunos indicadores como el grado de acceso a tratamiento, frecuencia de muertes por sobredosis, y nivel de acceso a programas sociales para usuarios de drogas. Toda política pública debe ser monitoreada y evaluada, midiéndose también su impacto en los grupos más vulnerables, como niños y jóvenes, mujeres y personas en situación de pobreza.
  10. Es necesario aplicar el método científico para evaluar cualquier avance hacia mercados de drogas regulados. En el corto plazo es políticamente poco probable que se regulen las drogas controladas por las Convenciones Internacionales, aunque el daño que causan los mercados criminales y otras consecuencias nocivas del paradigma prohibicionista ya han movido a ciertos países en esa dirección, como es el caso del cannabis en el Uruguay.

Foto: tomada del Global Drug Policy Observatory de TNI http://cannabishistory.tni.org/

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Carlos Mendoza

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