Toda la literatura relacionada con la lucha contra la corrupción advierte que la fórmula para un camino exitoso, a la luz del estudio comparado, no tiene una ruta clara. Cada país que ha sido capaz de dejar a un lado la corrupción endémica y estructural (sinónimo de modernización del Estado y construcción de instituciones) lo ha hecho de manera particular. Puesto en las palabras de Donatella de la Porta y Alberto Vanucci en su libro The Hidden Order of Corruption:
“En general, no se puede aplicar una fórmula directa, un conjunto óptimo de normas, instituciones o políticas, con un tiempo y contenido bien definidos como parámetro para la evaluación de políticas contra el soborno. Cada sociedad, organización y proceso de toma de decisiones debe encontrar su propia amalgama evasiva de medidas y herramientas, calibradas caso por caso a una variedad de factores contingentes”.[1] (Della Porta & Vanucci, 2012).
Esos factores contingentes, son los que deben prevalecer a la hora de definir, por tanto, una ruta. Eso no significa, claro está, que no podamos hacer un inventario de los factores institucionales y estructurales, dentro de un sistema político y social, que están correlacionados con la reducción de corrupción. El orden en que estos se aborden y las acciones y reformas que sean claves en deshacer el nudo gordiano de un sistema en concreto, quedan al amparo de lo particular de cada proceso.
En el caso de Guatemala, desde 2015 hasta 2019, el proceso tomó forma desde la persecución penal. Los casos de alto impacto llegaron a todas las instancias de poder y prácticamente ninguna figura política de relevancia en los últimos años quedó fuera. Esto abrió, especialmente en 2016, un espacio para reformas políticas con ciertos éxitos pero que a mediano plazo se detuvieron.
Hay mucho de esta etapa que debe ser apreciado, estudiado y defendido, pero podemos decir sin miedo a equivocarnos que el resultado finalmente parece haber sido un fracaso, terminando con un movimiento regresivo en los últimos meses de 2019 y en plena embestida en 2020. La reconquista de los mafiosos.
Esta decepción de lo que fue un momento político ilusionante no es necesariamente culpa de la CICIG, que tenía unos recursos, unas responsabilidades y un mandato limitados, sino de todo el sistema político requerido para el cambio. La resistencia imperó y la profundización integral no se dio. Hay mucho que aprender del modelo de la Comisión y del proceso llevado a cabo. Toca sin embargo hacer un esfuerzo por determinar cómo se podría avanzar a partir de ahora dadas las circunstancias actuales.
Las condiciones necesarias pero no suficientes.
No podemos plantear por tanto un proceso claro y testado a nivel internacional, pues este dependerá de las contingencias del contexto y de las estrategias de los actores políticos. Lo que si podemos hacer es sistematizar una serie de consideraciones que poner sobre la mesa a la hora de pensar en un proceso de cambio integral para la reducción de corrupción.
La primera de estas consideraciones es insistir nuevamente en la necesidad de una aproximación integral. Como este proyecto intentará argumentar, la lucha contra la corrupción no solo es penal, sino que requiere de toda clase de acciones, políticas, reformas, e incluso gestos, que hagan viable el cambio. Un enfoque que solo se centre en lo penal sin que lo demás se mueva lleva, como la experiencia guatemalteca de los últimos años parece indicar, a tensión política derivada en crisis. La persecución penal es necesaria, pero no suficiente para que se consolide la lucha.
La segunda gran consideración, derivada de esto último que decimos, es que es de suma importancia la voluntad política. El liderazgo, algo tan circunstancial y etéreo, es fundamental. Sin que algún actor de poder esté dispuesto a “emprender” políticamente (“Estamos en el campo del emprendedurismo político aquí” lo dicen Della Porta y Vanucci) el cambio es imposible.
Claro que para eso suceda deben existir incentivos políticos. Depender de la buena voluntad en política no es realista. Debe entenderse, por tanto, que el abrazar un proceso de reforma y lucha contra la corrupción debe ser de beneficio para ciertos actores. Deben ganar, para ponerlo en un lenguaje más claro.
Existe evidencia de que el discurso anticorrupción paga electoralmente y las acciones una vez en el poder sirven para acumular y retener capital político. No en vano existe, con todos los problemas de conflictos de interés que eso trae consigo, un fenómeno muy común en países como Estados Unidos, de políticos que han comenzado sus carreras como fiscales luchando contra la corrupción.
Este tema es importante pues se necesitan de diversos actores políticos, actuando desde diversos frentes, para darle viabilidad a ese esfuerzo integral. Se requiere, para empezar, de una Presidencia comprometida para que funcione. Los mecanismos de contratación de personal o los procesos de compras, por ejemplo, se pueden mejorar desde el Ejecutivo sin necesidad de hacer cambios de ley.
También se requiere de una potente agenda legislativa. En el actual Congreso una o varias bancadas pueden adoptar discurso y acciones que pueden traer, dado lo que nos dicen las encuestas sobre cómo se sienten los ciudadanos guatemaltecos con respecto a la corrupción, muchos réditos políticos. Cambios legales son centrales pero el esfuerzo no necesariamente se debe quedar ahí. La asignación presupuestaria o las citaciones e interpelaciones para presionar a entidades de la Administración Pública, para que implementen políticas anticorrupción, son centrales.
No hay que dejar fuera a grupos de sociedad civil. Un movimiento político sustantivo de empresarios podría impulsar una serie de cambios que le serían muy beneficiosos a los actores de la economía formal. Leyes y políticas antisobornos, reducción de corrupción en fronteras y en las entidades reguladoras pudieran ser de gran interés. La corrupción afecta de manera directa al crecimiento económico y a la seguridad jurídica y demerita la estabilidad necesaria para la inversión extranjera.
Los actores de sociedad civil relacionados con Derechos Humanos son otros a tener en cuenta. De hecho, ya han sido protagónicos en estos temas y serían fácil de sumar en una agenda de este tipo, siempre y cuando las reformas sean de peso, no maquillaje.
Sin olvidar sobre todo al gran actor en esta clase de agendas ha sido en nuestro país, la Comunidad Internacional. Buena parte del financiamiento de esta serie de iniciativas vienen desde fuera. Para muestra la CICIG, que fue consistentemente financiada por los donantes tradicionales en Guatemala.
Dentro de este grupo es crucial EEUU, verdadero actor con poder de veto para el sistema político guatemalteco y agente de cambio cuando encuentra la voluntad de presionar a los actores políticos del país en una dirección que sea de su interés.
Ninguno de estos actores, en todo caso, pelea con otros interesados. Más bien al revés. La viabilidad de un proceso de este tipo solo podrá darse si existe alguna suerte de coordinación entre diversos grupos de poder que reman en la misma dirección. El problema será conseguir esta clase de agendas comunes en un sistema político fragmentado y una sociedad dividida.
Otra consideración es darle la justa importancia al discurso, a los gestos. El papel central que la lucha contra la corrupción ha tenido en los últimos años en cuanto a la opinión pública y el discurso juega un papel fundamental para crear una “cultura” de legalidad. Mucha es la literatura que estudia el fenómeno de la corrupción que habla del efecto pernicioso de las expectativas criminales. El ciclo del comportamiento se retroalimenta para mal.
“En este contexto, las barreras morales que condenan la actividad corrupta también tienden a debilitarse a medida que la corrupción se difunde cada vez más, lo que facilita el desarrollo de una llamada cultura de corrupción: «De esta manera, la corrupción, que inicialmente es una respuesta a la insatisfacción hacia los asuntos públicos, es decisivo para causar una mayor desafección, lo que, a su vez, allana el camino para una mayor corrupción” (Della Porta & Vanucci, 2012)[2]
La condena pública, la presión discursiva constante sobre los que intentan pervertir el sistema sería, desde esta perspectiva, una manera de romper el bucle pernicioso. En este contexto, mantener medios independientes y espacios de libertad de expresión es fundamental. Se une también con la reflexión sobre el liderazgo político, pues alguien debe ser la cara, una persona (o varias) debe ser la voz autorizada.
Otra característica a considerar es la importancia de no estar centrados únicamente en las leyes sino en acciones, en políticas. En muchas ocasiones se identifica, casi exclusivamente, la reforma con una ley. Esto deja fuera todas las acciones políticas que diversas instituciones pueden llevar a cabo en este sentido y que por su naturaleza lo pueden hacer de manera más expedita.
Toda la política de transparencia y gobierno abierto, por ejemplo, puede implementarse en gran medida sin necesidad de entrar en pactos entre diputados. Un esfuerzo con victorias tempranas y cambios estructurales, sin necesidad de caer en largas negociaciones en el Congreso, es factible si se tiene una ruta de Política Pública clara.
Por último, cabe señalar la importancia de entender la corrupción como un problema de gobernanza. No es un problema menor, ni a subsanar como un mal lateral. Hay una enorme evidencia del efecto que la corrupción genera en la eficiencia y eficacia de la acción pública, en la legitimidad de las instituciones democráticas, en la desafección al sistema (que puede tener como corolario reacciones violentas y viscerales).
Los ingredientes del pastel. El orden no altera el producto, una agenda.
Entrar en un proceso de lucha contra la corrupción exitoso significa entrar en un proceso de fortalecimiento institucional, de modernización. Una política integral anticorrupción es en gran medida un gran Plan de Gobierno, una agenda de años, décadas.
Cada país debe recorrer su propio camino contra este flagelo y el orden de los factores sí altera el producto, pero a la hora de contemplar las distintas aristas de una política como ésta debemos, como haremos de ahora en adelante, abordar las diversas áreas que están más relacionadas con la prevalencia de corrupción y donde, por tanto, debemos enfocar esfuerzos para reducirla. Estos son:
- El sistema electoral. El recambio de élites.
La correlación entre barreras de entrada altas, listados cerrados y de magnitud amplia y sistemas de financiamiento de campañas opacos están relacionados con sistemas más corruptos. La evidencia no es clara y definitiva pero hay consenso de que se deben facilitar mecanismos más claros de competencia si se quiere abordar el problema de las élites predatorias, utilizando el término de Acemoglu y Robinson.
Antes hablábamos extensamente de que el problema de voluntad política solo podía solucionarse si se abordaba desde los incentivos políticos. Sin actores de poder que encuentran en la lucha contra la corrupción una forma de capitalizarse políticamente, y por lo tanto acumular más poder, el proceso es inviable.
Pensar en las reglas en las que nuevos actores adquieren en democracia espacios de decisión es crucial. Sin pretender dar solución a todos los problemas de una reforma electoral, al menos unos aspectos de la misma, deben tener el fenómeno de la corrupción presente.
- Mecanismos de fortalecimiento de Justicia.
La autonomía del Ministerio Público y Organismo de Justicia son cruciales para construir Estado de Derecho. Bajo ese amplio paraguas se hace viable la lucha de la corrupción desde la perspectiva penal. Para eso se deben llevar a cabo toda una serie de grandes y pequeñas reformas legales que le den independencia y dientes al Sistema de Justicia.
- La reforma administrativa. El sistema de servicio civil.
La reforma del sistema de servicio civil hacia la meritocracia es una de las más importantes reformas relacionadas con lucha contra la corrupción. Si la burocracia en un Estado depende, a través de dinámicas clientelares, del poder político, sin mantener autonomía y especialización de carrera, la corrupción tiene campo fértil.
- Mecanismos simplificados y transparentes, y sobre todo mejorar la planificación.
Muchos son los espacios de vulnerabilidad frente a la corrupción que se dan en procedimientos administrativos opacos. En este sentido hay toda una agenda que se vuelve operativizable desde el Ejecutivo, sin descartar entrar a agendas legislativas más estructurales. La planificación es a su vez la mejor arma contra esas vulnerabilidades. En medio de la confusión de no saber qué hacer es donde se produce la verdadera razón de la decisión. Que ciertas redes se llenen los bolsillos. Esta agenda de modernización no es menor. Incluye fortalecer la coordinación de políticas y la planificación estratégica, incrementar la prevención de conflictos de intereses y una mejor consulta con los ciudadanos.
Ya tenemos una agenda surtidita ¿Dónde empezar? A saber. El inicio y el final (que nuestros ojos no verán) dependerá de esas contingencias de las que hablábamos. Los incentivos, los liderazgos y la reacción de la sociedad marcarán, de existir, la ruta. O quizá nos hundamos más, pero ese posible final trágico (ojalá que improbable) es harina de otro costal.
En todo caso es difícil pensar que los espacios ganados, aunque ahora mismo no lo parezca, vayan a retroceder. La sociedad es más exigente y el sistema ya enseñó sus vergüenzas. En Diálogos por nuestro lado haremos nuestra parte: plantearemos, desde el enfoque integral aquí descrito, las reflexiones y propuestas (solidas e innovadoras esperamos) necesarias. Total, la vida sigue y, de la misma manera que una golondrina no hace verano, la CICIG no agota la lucha contra la corrupción en Guatemala.
[1]“No straightforward formula, no optimal set of norms, institutions, or policies, with well-defined timing and content, can be generally applied as a parameter for the evaluation of policies against bribery. Every society, organization, and decision-making process should find its own elusive amalgam of measures and tools, calibrated on a case-by-case basis to an array of contingent factors”.
[2].“In this context, the moral barriers condemning corrupt activity also tend to weaken as corruption becomes increasingly diffused, thus facilitating the development of a so-called culture of corruption: “In this way corruption, which is initially a response to dissatisfaction towards public affairs, is decisive in causing further, deeper disaffection, which, in turn, paves the way for greater corruption