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Notas de campo: El 4 de julio en Cajolá, Quetzaltenango

Por Daniel Núñez
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Llegamos el miércoles 7 por la tarde, pero nos dijeron que ya habían bajado la bandera. Hacía tres días, la gente de Xecol, un caserío en Cajolá, municipio mam de Quetzaltenango, había celebrado el 4 de julio con fuegos artificiales, al estilo de los gringos en los Estados Unidos. En las astas del patio frontal de una pequeña escuela habían colocado una bandera de ese gigantesco país junto a una de su natal Guatemala. “Lo hicieron para agradecerle todo lo que les ha dado”, afirmó una persona familiarizada con el pueblo y su gente.

En efecto, Cajolá es considerado un municipio “de origen” de migrantes desde hace varios años. Los datos del último censo dan cuenta del impacto que ha tenido el éxodo en la composición demográfica del lugar: de casi 15,000 personas contabilizadas en 2018, alrededor del 60 por ciento está compuesto por mujeres. Los hombres faltantes, en especial los jóvenes entre los 18 y los 29 años, han emprendido el peligroso viaje hacia el norte.

La influencia de la migración en Cajolá se puede apreciar de forma sutil en el vaivén de la vida diaria: vallas publicitarias de comercios con nombres como “California”; calcomanías con palabras en inglés que adornan los llamativos tuc-tuc que abundan en el pueblo; anuncios que ofrecen el manejo seguro de remesas y envíos entre ambos países; y los ocasionales colores azul y rojo en tiendas y negocios aquí y allá. La misma bandera estadounidense es usada por algunas mujeres como su’t, evidencia clara de que mucho hay en aquel argumento sobre el “sincretismo” que produce la mezcla de dos culturas diferentes, como observaron algunos antropólogos hace ya largo tiempo.

Fotografía tomada por Sofía Montenegro en Cajolá, 8 de julio de 2021.

Fotografía tomada por el autor en Cajolá, 6 de julio de 2021.

El efecto más notable de la migración se expresa en la arquitectura. Construidas en su mayoría con remesas, grandes casas coloridas, en ocasiones majestuosas, se encuentran a lo largo y ancho del municipio, en especial en los tramos montuosos que lo conectan con la cabecera departamental. Las fachadas, en particular, evidencian cómo las vidas paralelas en ambos países se conjugan en una estética curiosa. A la par de colores y trazos que remiten a la historia local, conviven elementos construidos con diseños y materiales que evocan la vida en lejanos pueblos estadounidenses. Los garajes “roll-up” (enrollables) de color blanco, muy comunes en Estados Unidos, son quizás uno de los símbolos más emblemáticos de esta fusión arquitectónica.

Fotografía tomada por el autor en Xecol, 7 de julio de 2021.

De acuerdo con un joven oriundo del lugar, en Cajolá es usual que las familias celebren la inauguración de una nueva casa con una gran fiesta, en la que ofrecen a sus invitados comida, bebidas y, a menudo, fuegos artificiales. “Cada semana hay entre tres y cuatro fiestas de este tipo”, aseguró, con una sonrisa en el rostro. Fiestas similares se celebran en el día de la madre, una fecha seguramente dolorosa para muchos de los migrantes que se encuentran lejos de sus seres queridos. Las personas que financian estas celebraciones desde el norte no escatiman nada: ofrecen comida en abundancia, pasteles, bebidas, y algunas veces hasta matan a un toro. En términos sociales, estas fiestas me trajeron a la mente el “potlatch” norteamericano, una celebración que gira alrededor del intercambio de regalos practicada por algunos pueblos indígenas de Canadá y Estados Unidos, cuya función es reforzar lazos comunitarios y reafirmar jerarquías sociales.  

El objetivo de nuestra visita a Cajolá era acompañar el trabajo de campo de un proyecto en ciernes sobre “las causas” de la migración en Guatemala, tema en boga hoy en día en las agendas de la cooperación internacional. En particular, el proyecto explora si la violencia, en algunas de las varias formas que puede adquirir en los ámbitos público y privado, está relacionada con la intención de migrar de los jóvenes. Como habíamos especulado, nuestra impresión inicial al final del corto viaje fue que, al menos en ese municipio, la violencia en las calles no parece ser un factor tan importante para explicar por qué algunas personas deciden migrar hacia el norte. Vimos pintas del Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha en algunas calles y tramos que atravesamos a pie y en carro, pero uno de nuestros informantes afirmó creer que pertenecían a grupos de jóvenes imitadores (las infames “copycat gangs” que se mencionan en algunos informes). Él mismo, sin embargo, aseguró que las riñas entre estos pequeños grupos a veces han terminado con la muerte de algunos de sus miembros. Unos días más tarde, otra persona del lugar con la que hablamos, con una profunda experiencia en el tema de la migración local, afirmó que las amenazas de las pandillas sí eran un factor que influía en la intención de migrar de los jóvenes, al igual que la violencia intrafamiliar. Como suele ocurrir en la investigación social, las opiniones divergentes despertaron nuestro interés por seguir estudiando el tema.

Fotografía tomada por el autor en Xecol, 7 de julio de 2021.

Por muy corta que haya sido (una semana, de lunes a viernes), nuestra visita a Cajolá nos permitió entrever señales de algo más profundo que alimenta esa “intención de migrar” de los jóvenes cajolenses. “Es un ideal”, señaló nuestro informante clave, mientras cenábamos todos juntos una noche. Así como algunos quieren ser médicos y otros artistas, ingenieros o abogados, los jóvenes de Cajolá, al alcanzar los 14 o 15 años, “solo eso esperan”, aseguró: irse a los Estados Unidos y entablar esa vida dual entre aquel inmenso país y su tierra natal. Estudiar en Guatemala no parece ser una opción para ellos. “¿De qué les va a servir estudiar seis o siete años si al final no van a encontrar trabajo?”, preguntó el joven, como cuando uno expresa algo obvio. Días más tarde, al conversar en la calle con un estudiante universitario que había vivido en Estados Unidos, recordé esa misma pregunta. La preocupación principal de este joven era que el dinero que ganaba no era suficiente para pagar la universidad, y exploraba la posibilidad de vivir dos meses al año en ese país para poder costear sus estudios. ¿Qué ocurrirá si este joven alcanza su objetivo?, reflexioné. ¿Regresará a Guatemala cada año para terminar una carrera que probablemente no le dará lo suficiente para construir una casa, comprarse un carro y festejar el día de la madre a lo grande, como lo hacen las familias que reciben remesas? ¿O un buen día se dará cuenta de que el ir y venir no vale la pena y decidirá quedarse allá para no volver jamás?

Con un sentimiento de desesperanza, regresé al lugar donde estaba para platicar con nuestro informante clave. Recostado sobre un carro, le pregunté cómo operan los famosos “coyotes”. Me dijo que cobran entre 90 mil y 110 mil quetzales, y que el cobro varía si es un viaje “especial” o no. El viaje especial es supuestamente menos “doloroso”: la persona puede ir más protegida que las que pagan menos; dentro de una hielera, por ejemplo. Sin embargo, puntualizó el joven, el viaje especial también conlleva riesgos. En el pueblo, dijo, era conocido el caso de una persona que había pagado uno de estos viajes, pero había muerto dentro de la hielera.

“¿Qué cambios ves en las personas que regresan de los Estados Unidos?”, le pregunté, quizás para cambiar de tema. “Regresan evangélicos”, me dijo. Esta afirmación me pareció muy interesante, y me hizo pensar en los cambios que pueden impulsar estas personas en sus comunidades de origen. Pensé también en el peso transformador que puede tener un viaje de esta naturaleza en un ser humano, y en el paralelo que encuentra en la vieja práctica del peregrinaje alrededor del mundo. Con un rostro pensativo, el joven me miró a los ojos y añadió, como si acabara de descubrir algo que no había notado antes: “También regresan gorditos, pero ya aquí se vuelven a poner flacos”.

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Daniel Núñez

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