Respecto a la situación actual del país, es necesario recalcar que vivir en un sistema democrático -del que el Estado es garante- implica, como única instancia esencial y transversal, el diálogo, el consenso y las soluciones institucionales. Esto significa, necesariamente, que existan espacios y mecanismos para la ciudadanía, que sean facilitados por autoridades competentes y con la capacidad de tomar decisiones respecto a las demandas de la población. Usar la fuerza o cualquier otro mecanismo represivo no debe ser una opción. Mucho menos en un país como Guatemala, que tiene un pasado reciente de autoritarismo y graves violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
La democracia se basa en la justicia, la igualdad y las libertades. Entre estas, la libertad de asociación, la libertad de acción, la libertad de expresión y la libertad de manifestación. La Constitución guatemalteca garantiza estos derechos y establece, además, que “es legítima la resistencia del pueblo para la protección y defensa de los derechos y garantías consignados en la Constitución.”. En los regímenes democráticos estas libertades son medios y fines del derecho ciudadano a decidir y participar, no sólo en las urnas, sino en los asuntos públicos. Esto se regula en la misma Constitución, que contempla los derechos cívicos y políticos de la población.
El protagonismo ciudadano, además de ser un derecho humano, es fundamental para alcanzar los ideales democráticos. Por lo tanto, la respuesta de los y las funcionarias públicas al respecto, debe ser la rendición de cuentas y la gestión de las demandas y peticiones de la población. Cuando estas demandas no se resuelven oportunamente o cuando, aún peor, no existen condiciones mínimas para satisfacer plenamente las necesidades básicas de toda la población en condiciones de igualdad (educación, salud, seguridad, justicia, alimentación, entre otras), las consecuencias pueden ser enormes.
Ya lo advertía la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en un informe sobre la situación de derechos humanos en Guatemala del año 2017, que indica que en el país “se mantiene una economía basada en la concentración del poder económico en pocas manos, una estructura estatal débil, con pocos recursos por la escasa recaudación fiscal y altos niveles de corrupción. Persisten problemas estructurales como la discriminación racial, la desigualdad social, una profunda situación de pobreza y exclusión, y falta de acceso a la justicia, los cuales constituyen un obstáculo para el pleno respeto a los derechos humanos en Guatemala.”.
Ese contexto de abusos de poder, desigualdades e injusticias, se agudiza particularmente si se considera la gestión deficiente del Ministerio Público para procurar justicia ante los hechos delictivos (lo que repercute, según un Informe de La Balanza, en más de 92% de impunidad) y las actuaciones de la institución en el marco del proceso electoral. Actuaciones que, cuando menos, ponen en duda la objetividad y la imparcialidad de la institución y afectan la percepción y la confianza de la ciudadanía en que las garantías democráticas sean verdaderamente respetadas. Esto ha llevado a que se exija la renuncia de la Fiscal General, y, sobre todo, a que esa demanda (que se manifiesta en protestas y diversas expresiones sociales y multisectoriales) genere tensiones y confrontaciones entre grupos de la población y las autoridades públicas.
Sin entrar en detalles sobre las demandas ciudadanas, hay que anotar que no se puede dejar de advertir que no es sano para ningún país que la figura de Fiscal General, que tiene el mandato de promover la persecución penal, polarice a niveles sumamente álgidos a la población. Es altamente peligroso que, por esta situación, toda actuación propia del Ministerio Público pierda credibilidad y legitimidad. También que, por el mismo desgaste, se condicionen la debida diligencia y la disposición institucional al cumplimiento de las funciones propias, sobre todo en el caso de la Fiscal General, que inevitablemente dedica esfuerzos a defenderse y responder ante la coyuntura crítica que existe a su alrededor.
Tenerlo claro es importante, porque permite discernir que no se trata de una cuestión de simpatizar o estar a favor de un partido político determinado. Se trata de un clamor y de la movilización en contra de la corrupción, los abusos de poder, las injusticias, y las grandes carencias que históricamente han existido para el acceso a servicios públicos de calidad para toda la población en condiciones de igualdad. Se trata de exigir el compromiso de los y las funcionarias públicas con la población. Se trata de que existan contrapesos efectivos, que se respeten las decisiones y la participación popular, y que hayan instancias verdaderamente independientes que funcionen para preservar el Estado de Derecho. Se trata, por lo tanto, de velar por el bienestar democrático del país.
En ese sentido, es pertinente remarcar que, precisamente, esa es una de las finalidades del Estado: atender y gestionar este tipo de demandas y situaciones, privilegiando la paz social y el bien común. Lo cual implica asumir, de entrada, que la vía no es esparcir miedos, temores o zozobra en la población. Y, mucho menos, reprimirla, o implementar mecanismos violentos o autoritarios. Más bien, debe ser el diálogo y la toma de decisiones oportunas que atenúen la polarización, la confrontación y el desgaste de las instituciones democráticas.
Es sumamente necesario adoptar acciones urgentes desde la institucionalidad del Estado para atender y resolver la coyuntura, en los términos de paz y democracia antes mencionados. También asegurar no volver a llegar a puntos críticos como este, pasa por lo dicho: atender demandas históricas de no más corrupción, de más acceso a servicios públicos de calidad, de justicia y de igualdad, y respeto a los derechos humanos. Lo cual implica una responsabilidad transversal que deben asumir todas las instituciones públicas como un compromiso y una política permanente, independientemente del relevo o cambio de las personas que las dirijan.
La democracia, como ya se ha sostenido, significa que la ciudadanía tiene derechos a manifestar, a no estar de acuerdo, a expresarse, a fiscalizar, a resistir, a participar, a ser escuchada, a ser atendida, a ser parte en la toma de decisiones públicas. Para esto, toda la institucionalidad del Estado debe velar porque se respeten y se cumplan esos derechos. Es decir, que se debe garantizar el pleno ejercicio del derecho a la manifestación y, además, se deben propiciar soluciones o salidas que satisfagan las demandas de las personas. No es viable ni aceptable que en una democracia, sin haber agotado ninguna instancia de negociación institucional, el Estado opte por el uso de la fuerza pública. Sobre todo, cuando una Misión de Mediación y Diálogo de la Organización de los Estados Americanos se encuentra en el país, precisamente, para esos efectos.
Las vías democráticas y pacíficas para resolver y atender el clamor ciudadano pasan, además, por toda la institucionalidad del Estado. La Presidencia (en funciones), el Congreso, el Organismo Judicial, la Procuraduría de Derechos Humanos y la Corte de Constitucionalidad (por mencionar algunas que tienen mandatos trascendentales en coyunturas como esta). Por ejemplo, la Corte de Constitucionalidad, tiene la función esencial de la “defensa del orden constitucional”, que implica, incluso, la facultad de actuar de oficio para defender la supremacía de los principios constitucionales democráticos.
En conclusión, hay un amplio margen de acción para que el gobierno y las instituciones estatales, como la Corte de Constitucionalidad, actúen y atiendan las demandas legítimas de la población y, por lo tanto, resuelvan la coyuntura a la que nos ha llevado su incapacidad de gestionar oportunamente la situación. No es proporcional ni justificable usar la fuerza pública, mucho menos si todo indica que se está promoviendo como primera (y única) alternativa real. Tampoco es sostenible que el único diálogo y acercamiento oficial que se tenga con todas las personas manifestantes sea con la Policía en el contexto de que se les notifica que se tiene la instrucción próxima de usar la fuerza pública en su contra. Por el contrario, el mecanismo de solución debe ser, como se ha venido diciendo, democrático, integral y pacífico.
“Señor presidente, las voces del pueblo deben ser escuchadas, no silenciadas. Respetadas, no reprimidas. La protesta pacífica es un derecho humano fundamental y un pilar de cualquier sociedad democrática. Es, por tanto, inaceptable este derecho sea amenazado o coartado”.
Josué Fiallo
(Representante Permanente de República Dominicana ante la OEA) 10 de octubre de 2023, haciendo referencia a la situación de Guatemala.