Violencia contra las mujeres: cambian las cifras, persiste el problema

Por Silvia Trujillo
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El derecho a la vida sin violencia y la posibilidad de construir redes para el cuidado de la vida ha sido una de las demandas históricas y de largo aliento en el movimiento feminista. En América Latina, desde 1970, pasando por el hito de 1981,[1] las mujeres organizadas comenzaron a debatir en torno al problema de la violencia en su contra, hasta ese momento “invisible” a la mirada androcéntrica, le pusieron nombre y se atrevieron a decir que no era “normal” y tampoco un asunto privado. Insistieron e hicieron incidencia hasta que lograron colocarlo en la agenda pública y política e impulsaron cambios en los marcos legales para enfrentarla. En el proceso, la conceptualización, las formas de abordaje y las propuestas se diversificaron.

En la actualidad, se le sigue exigiendo al Estado que asuma su responsabilidad para garantizar la vida y la seguridad de las mujeres porque, al no actuar con contundencia, permite y perpetúa la violencia contra ellas. Además, se interpela a las sociedades para que tomen parte activa en la deconstrucción de interpretaciones y prácticas que la legitiman.

En Guatemala, la demanda para hacer visible y atender las distintas formas de violencia contra las mujeres, si bien se debatía previamente, tomó fuerza en la agenda política a mitad de la década de los noventa del siglo pasado, en el marco de la firma de los Acuerdos de Paz. En los veinticinco años transcurridos se han aprobado leyes, creado institucionalidad y se han brindado argumentos que permiten interpretarla como un problema social, político, económico y de salud pública, uno grave y estructural. Un continuum en la vida de las mujeres que las afecta desde que son niñas hasta la edad adulta.

También, se han generado insumos conceptuales y teóricos para la comprensión de las formas como esta violencia sexista se entrecruza con otros marcadores de discriminación, se ha demandado la creación de delitos específicos para tipificar otras formas de violencia aún no comprendidas como tales y se ha redirigido el debate, que previamente solo apuntaba a las víctimas y sobrevivientes, hacia los responsables, entendiendo que existe una dimensión individual y otra colectiva que se relacionan entre sí y que, donde hay un responsable individual, generalmente hay un contexto permisivo.

En los últimos años, sin embargo, ha habido retrocesos. No sólo porque las violencias contra las mujeres se han exacerbado -alcanzando formas de crueldad inusitadas-, sino porque la institucionalidad lograda durante mucho tiempo de trabajo colectivo se ha desmantelado paulatinamente gobierno tras gobierno.

La posición política conservadora del gobierno actual retomó la narrativa de la violencia intrafamiliar invisibilizando de esa forma la direccionalidad e intención concreta de dominio y control que encubre la violencia contra las mujeres. Desde esa misma mirada ginope, ciega para entender el punto de vista y las afectaciones particulares hacia las mujeres, se ha pretendido desmantelar el andamiaje institucional que se había logrado construir en más de veinte años. Uno solo de varios ejemplos en este sentido lo constituyen los intentos por cerrar la Secretaría Presidencial de la Mujer (Seprem) que se han logrado detener gracias a los esfuerzos de las mujeres organizadas. Aunque no lo han logrado, la han debilitado tanto que está casi paralizada en sus funciones.

En la actual gestión hay evidencias preocupantes de ausencia de respuesta institucional pertinente, lo que se suma a las debilidades ya existentes en cuanto al déficit en la atención, la expansión territorial limitada, los presupuestos insuficientes, el personal escaso y mal pagado.

La omisión del Estado en la atención y respuesta al problema de la violencia no resulta de la imposibilidad sino de su falta de voluntad política porque analizada en los efectos colectivos, pretende obturar los intentos organizativos de las mujeres para luchar en contra de las situaciones de discriminación que viven.

A continuación, me propongo examinar algunos elementos que preocupan en el abordaje de las violencias que afectan de manera particular a las mujeres. En primer lugar, haré referencia a la dificultad que implica la obtención de datos oficiales en Guatemala, luego, me detendré de forma somera en las aristas que los datos existentes nos permiten analizar y en las que no. Por último, retomo algunas propuestas que permitirían desandar las rutas de la violencia femicida.

 ¿Cuáles son los datos “oficiales”?

Uno de los problemas es no disponer en el país de un único registro confiable y actualizado. En Guatemala, establecen las fuentes oficiales que la recolección de la información se produce por medio del Sistema Nacional de Información de Violencia en contra de la Mujer (SNIVCM), que recopila datos estadísticos de nueve instituciones, de las trece que participan del mismo: Ministerio Público, Procuraduría General de la Nación, Policía Nacional Civil, Organismo Judicial a través de los Juzgados de Paz y de Familia, Bufetes Populares, la Procuraduría de los Derechos Humanos, el Sistema Penitenciario, Instituto de la Defensa Pública Penal, Instituto Nacional de Ciencias Forenses, así como Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social.

En este registro nacional se debe compilar, sistematizar, armonizar y analizar la información que cada una de las entidades previamente mencionadas registran e informan al Instituto Nacional de Estadística (INE) y permitiría que, de manera periódica, el país pudiera contar con un informe estadístico de los casos atendidos. Sin embargo, esta es una verdad a medias.

Lo cierto es que el SNIVCM tuvo que crearse por mandato de la Ley contra el Femicidio y otras Formas de Violencia contra la Mujer, existe en los documentos oficiales, pero lamentablemente, la última información disponible data de 2018, con información del año 2017.

De tal cuenta que, para poder conocer la información actualizada, trece años después de haber sido aprobada la ley contra el femicidio, la persona interesada tiene que incurrir en una práctica arqueológica, revisar diversos portales –que, además, no brindan datos abiertos- y traducir la forma de registro de cada entidad para poder procesarla.

La información que aparece en el siguiente cuadro evidencia la discrepancia en los datos, que surge de la forma como se registra en cada caso.

Tabla 1: Registro de muertes violentas de mujeres por institución, 2019 -2021

 

Fuente: Elaboración propia con base en información de Carlos Mendoza en Diálogos (https://www.dialogos.org.gt/blog/guatemala-violencia-contra-las-mujeres-2019-vs-2020)

Una de las dificultades derivadas de esa falta de información estadística es la imposibilidad de calcular el índice de impunidad [5] en cuanto a violencia contra las mujeres. La última medición que se hizo en el país fue elaborada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) con datos del año 2014, que lo estableció en 99 % para el delito de violación de mujeres, 98 % para el delito de femicidio y 99 % para el de violencia contra la mujer (CICIG, 2015: pp. 68 -69).

Este alto índice de impunidad difiere bastante con el 20 % de casos “solucionados” que el Ministerio Público plantea en los datos que presenta por medios de su Observatorio de las Mujeres para 2019 y 2020.  Pero al analizar qué casos se contemplan en esa categoría, ese porcentaje resulta de la suma de aquellos que fueron sentenciados (de manera condenatoria o absolutoria), desestimados, archivados, sobreseídos o remitidos a otros juzgados.

Si se acude al Organismo Judicial para intentar rastrear información que permita hacer el cálculo, tampoco es posible. Esta entidad calcula el tiempo promedio que un caso se tarda en cada parte del proceso penal, el promedio de sentencias por año y las medidas judiciales asumidas. Pero con esos datos no es posible saber cuál es la relación entre casos que ingresan y los que concluyen con sentencia condenatoria.

El Estado guatemalteco tiene la responsabilidad de recopilar y publicar datos sistemáticamente. Al no hacerlo incurre en violencia institucional, es decir, aquella que cometen quienes trabajan en cargo públicos, sea cual sea su función, al impulsar acciones -u omitirlas – que provoquen la ralentización, obstaculización, impedimento o goce de los derechos humanos de las mujeres.

Tampoco existe información que permita dar seguimiento a las víctimas. Desde la Seprem se han realizado sendos intentos por crear y poner en funcionamiento la boleta o planilla única de registro de casos de violencia contra las mujeres, lo cual posibilitaría contar con un expediente individual por medio del cual se podría conocer en qué etapa del proceso se encuentra el caso, así como también, cuantas veces ha acudido a los servicios esenciales de atención. Obviamente, también mejoraría la calidad de la atención e, incluso, impulsar acciones de prevención. Pero todos los intentos han resultado infructuosos.

Un tercer elemento importante son las encuestas de victimización que aportarían datos sobre los casos que no se denuncian o las violencias no tipificadas penalmente. Estas tres herramientas juntas permitirían analizar el fenómeno en toda su magnitud, intensidad y prevalencia. Pero, con un SNIVCM estancado, una boleta única inexistente y sin encuestas de victimización, cabe preguntarse a partir de qué datos se toman las decisiones de política pública para resolver este problema tan grave.

¿Qué evidencian las cifras?

Retratan un panorama sórdido.

Un país donde las estadísticas podrían causar escalofríos. Se ocupa el octavo lugar como país más violento del mundo con respecto a los femicidios. “De un total de 136 países con datos recopilados para los primeros años del siglo XXI, Guatemala aparece con una tasa anual promedio de 8.5 homicidios por cada 100,000 mujeres” (Diálogos, 2020: p. 6).

En 2020, aun con las dificultades que la pandemia por COVID -19 generó, se registraron 72,217 denuncias de violencia contra las mujeres (Observatorio de las Mujeres del Ministerio Público). Las denuncias más recurrentes fueron por violencia psicológica (39 % con respecto a todas las denuncias), seguidas por las de violencia física (26 % de las denuncias), violación sexual (9 %), agresión sexual (4 %), otros delitos sexuales (1 %) y la violencia económica, cuyo porcentaje no alcanzó a 1 % del total de denuncias recibidas.

Comparados con los datos del año anterior, en todas hubo un descenso de casos denunciados (excepto en “otros delitos sexuales” que aumentó de 1,018 en 2019 a 1,137 en 2020). Se pueden formular distintas hipótesis sobre este descenso en las cantidades. Puede decirse que, en efecto, hubo menos casos, o puede vincularse con otras situaciones. Por ejemplo: durante muchos meses las mujeres no contaron con transporte público debido a las medidas especiales por la pandemia, lo cual dificultó su movilidad; además, tenían mayor dificultad para salir de sus domicilios porque el encierro las obligó a convivir las 24 horas bajo el asedio de sus violentadores, con lo cual tampoco podían acercarse a las instituciones a denunciar. Incluso, durante el período de confinamiento, muchas de estas entidades encargadas de recibir denuncias funcionaron en horarios restringidos y con menor cantidad de personal.

Los servicios de recepción de denuncias diseñados para paliar esa dificultad fueron insuficientes y se diseñaron desde criterios poco respetuosos de la diversidad étnica del país, dejando fuera a muchas mujeres indígenas. Por ejemplo, el número de teléfono que se habilitó para realizar las denuncias, 1572, no contaba con personas que se comunicaran en todos los idiomas del país. Las herramientas digitales, como la aplicación del botón de pánico, tampoco resultaron una herramienta útil para las mujeres que no saben leer o escribir, debido a que la aplicación solicita que se aporte cierta información. Es decir que, seguramente, hubo un porcentaje alto de la población de mujeres que no denunció porque no tuvo a su alcance los servicios.

La información de los dos primeros meses de 2021 tampoco es alentadora. Ya se acumularon más de 10,500 denuncias por estos mismos delitos y el promedio de denuncias diarias que recibe el MP por violencia cometida contra mujeres y niñez aumentó de 206 en 2020 a 229 en lo que va de 2021. En ese mismo período, según el registro del Ministerio Público, se cometieron 95 femicidios, más de una mujer a quien se le arrebata la vida por día.

El escenario se agrava cuando se revisa el contexto histórico y se conoce que entre 2014 y 2020 fueron aproximadamente medio millón de denuncias por algunas de las formas de violencia (física, psicológica, sexual y económica) y en los últimos veinte años el Observatorio del Grupo Guatemalteco de Mujeres ha registrado 12,450 muertes violentas de mujeres con base en los datos que arroja el reporte de personas fallecidas ingresadas a sedes periciales del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF).

Como evidencia del continuum que atraviesa todo el ciclo de vida de las mujeres, es importante dar a conocer que el Observatorio de la Niñez de la Coordinadora Institucional de Promoción por los Derechos de la Niñez (CIPRODENI) evidenció que, entre enero y diciembre de 2020, fueron asesinadas en el país 99 niñas y adolescentes (de 0 a 19 años). Además, la misma fuente da cuenta que el INACIF realizó durante ese año 4,286 exámenes médicos por reconocimiento de delito sexual a niñas y adolescentes de 0 a 19 años.  Y como si todo esto no fuera suficiente, entre enero y noviembre de 2020, se produjeron 4,105 violaciones a niñas y adolescentes de entre 10 y 14 años que resultaron en un embarazo y un parto, de acuerdo con los datos del Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR) con información extraída del Ministerio de Salud Pública y Acción Social.

Más allá de las cifras, causas y efectos de la violencia contra las mujeres

La información estadística, oficial o no, permite conocer algunas de las aristas del problema, pero para entender las raíces, así como los motivos por los que se produce y no cesa, hay que ir más allá de las cifras.

La explicación profunda hay que buscarla en la desigualdad histórica, en la persistencia de patrones de socialización que desvalorizan a las niñas y mujeres y perpetúan las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Este tipo de prácticas que parten de formas en apariencia “sutiles” o no consideradas violentas -como controlar las formas como se visten las niñas y mujeres-, hasta otras explícitas como las humillaciones, insultos, aislamiento, reproches y golpes.

Es decir que mirar profundo hacia esta violencia es trascender la noción de acto para comprenderla como un proceso continuo que implica distintos niveles de análisis (macro y microscópicos), distintas manifestaciones (desde las visibles hasta las simbólicas) y desde episodios considerados extraordinarios hasta cotidianos. 

¿Qué hacemos?

Una clave se encuentra en el plural de la pregunta. Las personas que habitamos en el país debemos dejar de hacer la vista gorda, de mirar para otro lado y de generar ese contexto permisivo cuando se trata de violencia contra las mujeres. Como se ha dicho infinidad de veces, es un problema público que afecta a toda la población, por lo tanto, debe mejorar el compromiso ciudadano con su erradicación.

La organización social para enfrentar el sistema en el cual se sostiene esta violencia desatada contra los cuerpos de las mujeres, resulta imprescindible. Para que el Estado actúe, se necesita una sociedad comprometida con el reclamo permanente del respeto a la vida y de transformación de la realidad del país, así como no cesar en la exigencia de respeto de los derechos humanos.

¿Por dónde empezamos? Por lo cotidiano, por los patrones de socialización, por las formas de relacionamiento personales, comunitarias y sociales. Reconociendo las formas de violencia, las visibles y explícitas y esas otras que se han invisibilizado a fuerza de normalizarlas; nombrándolas y denunciándolas. Generando disonancias en las miradas hegemónicas.

Pero, sobre todo, es necesario partir de la convicción de que es posible vivir de otra manera, cuestionar los límites estrechos que nos han inculcado para no cuestionar esta forma de vida, desechar las ideas que frenan proyectos que ponen en el centro del pensamiento y la acción para el cuidado de la vida, la nuestra, la de las otras personas y seres vivos.

 

Referencias bibliográficas

 

[1] 1981 se asume como un hito en torno al derecho a una vida sin violencia ya que en el marco del Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe que se desarrolló en Colombia, se declaró el 25 de noviembre como el Día Internacional por la No Violencia contra las Mujeres.

[2] Registra denuncias por femicidio y muertes violentas de mujeres.

[3] Registra necropsias por muertes posiblemente vinculadas con hechos criminales.

[4] Registra homicidios de mujeres.

[5] La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala – CICIG – adoptó como definición de impunidad “la (f)alta de denuncia, investigación, captura, enjuiciamiento, soluciones positivas para las víctimas y/o condena de los responsables de los delitos tipificados en la legislación de Guatemala” (2015, pág. 13). Por lo cual la impunidad penal es el resultado del porcentaje de delitos para los cuales no se llega a determinar la responsabilidad penal de quienes los cometieron. De acuerdo con esta definición existen por lo menos cuatro momentos del proceso en los cuales puede “medirse” la impunidad, 1) falta de denuncia; 2) falta de investigación; 3) falta de enjuiciamiento y 4) Falta de soluciones positivas para las víctimas (y/o condena a los responsables).

Silvia Trujillo

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