La definición más clásica y sencilla de corrupción es entenderla como “el abuso del poder público para uso privado” (Treisman 2000). Es útil por su generalidad, pero como todo término amplio debe ser completado con tipologías y características.
Robar del erario público es igual en todo el mundo, sí, pero tenemos que poner encima de la mesa diferentes conceptos y métodos si queremos entender por un lado el Affaire Toblerone[1], escándalo de supuesta corrupción de una Ministra sueca que compraba chocolates con dinero público en 1995, y por otro lado el caso Oderbretch, donde la famosa empresa de construcción brasileña se hizo experta en sobornar políticos durante años al más alto nivel por toda América para conseguir contratos multimillonarios.
En Suecia la corrupción es de menor impacto, menos frecuente y su descubrimiento tiene implicaciones duras para los que la ejercen. De hecho, la Ministra Sahlin, renunció a su puesto pese a haber reembolsado la mayoría, ya que el monto de las compras era muy pequeño. La corrupción en América Latina, por otro lado, es una pieza fundamental sin la cual no se puede entender una buena porción del comportamiento político de las clases política de nuestros países. En los casos donde existe una corrupción sistémica y estructural el fenómeno se hace más complejo y se debe aproximar con ojos distintos, que entiendan la sociedad, la cultura y la historia del régimen político estudiado.
En Guatemala, ante la visibilidad cada vez mayor de personas con claros nexos con el narcotráfico y su simbiosis con el sistema político corrupto, una nueva categoría crece con fuerza en el discurso público: la narcocorrupción. Esta sería entendida como la corrupción relacionada con las estructuras de narcotráfico.
Desde un punto de vista académico el concepto es cuanto menos débil. Las estructuras de narcotráfico colaboran, incentivan, e incluso diseñan actos de corrupción, pero ¿eso convierte sus actos en un tipo de corrupción distinta, y de naturaleza específica? Bajo esa lógica si una empresa de petróleo compra funcionarios lo tendríamos que llamar petrocorrupción y si una empresa de exportación de cardamomo hace lo propio lo tendríamos que llamada cardacorrupción. No parece demasiado adecuado.
Sin embargo, a falta de una mejor denominación se entiende la utilidad y sobre todo lo atractivo del término. Si de entender el contexto hablamos, el narcotráfico ocupa un papel primordial en nuestro sistema político y, especialmente en algunas zonas del país, en nuestra sociedad. Las estructuras de narcotráfico generan decenas de millones de dólares de beneficio al año y eso causa un gran impacto en los lugares donde operan. Reinvierten en su localidad y proveen ciertos servicios (salud y seguridad) que los hace muy populares. Con el tiempo, más de dos décadas, han ido entendiendo que esas capacidades son perfectas para ganar elecciones.
Además del obvio impacto local está la clara influencia en el sistema político y económico nacional. Transportar drogas es fácil, apenas unas 200 toneladas al año satisfacen el mercado norteamericano de un año. La complejidad viene de la mano de la infraestructura que se necesita para ser un transportista exitoso. Para ser narco requieres de redes capaces de cometer diversos crímenes, distintas capacidades a las que se necesitan en el desfalco de Toblerones. Si eres narco necesitas sicarios (lo cual implica búsqueda de influencia a quienes investigan asesinatos), necesitas lavadores (lo cual implica conexiones con reguladores y actores financieros) y necesitas, para generar impunidad para todos ellos, conexión con autoridades (tanto políticas como funcionariales). Esta última es la que produce un impacto más complejo.
La gran politóloga Donatella della Porta ha estudiado la corrupción en Italia durante décadas y tiene mucho que decir sobre la relación entre el crimen organizado y el sistema político. Una de las cuales es la de simbiosis que la autora explica de esta manera: “Cuando las expectativas de los actores criminales y políticos convergen hacia relaciones contractuales estables a largo plazo de protección recíproca, prevalece la dimensión simbiótica. Además del apoyo directo de los afiliados criminales durante las elecciones, los mafiosos pueden garantizar el cumplimiento de acuerdos políticos sobre la formación de organismos públicos, procesos de negociación dentro de alianzas que de otro modo serían inestables y el mercado de votos y acuerdos corruptos. En definitiva, sus servicios sirven para contener incertidumbres que de otro modo preocuparían a sujetos políticos desprotegidos”[2].
En esta modalidad de relación, las necesidades políticas de los criminales son pactadas desde fuera, como una suerte de grupo de interés, a través de relaciones corruptas. Nos suena muy similar al vínculo que candidatos a alcalde en ciertos municipios han tenido tradicionalmente con el narco. Imposible pensar en ganar el poder sin un acuerdo explícito con ellos. La combinación de popularidad, acceso a recursos y capacidad de ejercer la fuerza permite al grupo que posea estas características influir en el ámbito electoral y por lo tanto ser un actor necesario con el que negociar.
Esta fue durante años la modalidad predominante entre narco y política en Guatemala, una agenda fundamentalmente circunscrita a la influencia en lo local a través de tener algo que decir sobre quién gana el cargo público. Sin embargo, en los últimos años el narco ha ido ganando espacios. Hoy la expansión de figuras directamente relacionadas con el narcotráfico se ha profundizado a tal punto que es imposible entender las reglas del juego político sin ellos.
¿Por qué se arriesgarían a dar la cara, a salir de la comodidad del anonimato que les permitía el modelo de simbiosis? La razón de dar ese paso la explican Vanucci y Della Porta cuando hablan de la tipología llamada colonización: “La fijación de criterios para la ocupación de roles públicos y la asignación de recursos, de hecho, contribuirá al desarrollo pacífico y ordenado de mercados ilícitos donde las organizaciones criminales se involucran como garantes: corrupción en licencias y contratación, acuerdos de cartel entre empresarios, etc. Además, bajo ciertas condiciones, las poderosas “agencias de protección” criminales pueden intentar reemplazar a los actores políticos, ocupar sus estructuras, condicionar la formación de listas y colonizar, especialmente a nivel local, toda la estructura administrativa”[3]. Si necesito impunidad entonces es mejor negociarla como parte del sistema, no como ajeno al mismo. La pertenencia a las instituciones genera la posibilidad de llegar a acuerdos más beneficiosos y estables.
Favorece al narco también que existen múltiples actores en el sistema político que buscan esa misma impunidad. Es así como lo que en este mismo espacio hemos denominado “gobernabilidad corrupta” encuentra en la mafia transportista de cocaína una pieza fundamental. Están dentro del sistema después de la evolución de la última década, y son muy difíciles de extirpar. El manto de impunidad es una chamarra con la que se tapa desde el empresario que donó de manera anónima (y por lo tanto ilegal) a una campaña, a la estructura de crimen dedicada a la trata de blancas. El acuerdo mafioso les cubre a todos, aunque sea de distinta manera y por distintas razones.
Ahora que ese pacto de impunidad en Guatemala está cada día más consolidado, y en la misma cama ¿Quién será quien dicte las normas? ¿Serán los saqueadores de Toblerones o los transportistas de cocaína? La apuesta por el crimen organizado marcando las reglas del juego frente a los demás actores parece la más segura. Debemos encontrar mejores términos, pero por el momento hablar de narcopolítica y sobre todo de narcocorrupción, aunque no ideal, no es del todo descabellado.
[1] https://second.wiki/wiki/toblerone-affc3a4re Mona Ingeborg Sahlin fue acusada de comprar artículos (entre otras cosas dulces marca Toblerone) con una tarjeta de crédito del Estado.
[2] Cita del original. “When both criminal and political actors’ expectations converge toward stable, longterm contractual relationships of reciprocated protection, the symbiotic dimension prevails. Besides the direct support of criminal affiliates during elections, Mafiosi can guarantee the accomplishment of political agreements regarding the formation of public bodies, bargaining processes within otherwise unstable alliances, and the market for votes and corrupt deals. In short, their services serve to contain uncertainties that would otherwise worry unprotected political subjects”. (Della Porta y Vancucci 2002, 186)
[3] Cita dell original “Fixing criteria for the occupation of public roles and the allocation of resources, in fact, will contribute to the peaceful and orderly development of illicit markets where criminal organizations are involved as guarantors: corruption in licensing and contracting, cartel agreements among entrepreneurs, and so on. Moreover, under certain conditions, powerful criminal “protection agencies” may try to replace political actors, to occupy their structures, conditioning list formation, and colonizing—especially at the local level—the whole administrative structure”. (Della Porta y Vancucci 2002, 203)