A todos nos pica el hígado cuando un hermano, un primo o un compadre del colegio, son elegidos para ocupar un cargo en el Estado por sus conexiones con los poderosos. Nos pica porque es injusto y porque juegan al privilegio con nuestro dinero, pero también debería enfurecernos porque las consecuencias que tiene para el sistema político en general suelen ser muy negativas. Además de la tentación que esos vínculos de familiaridad lleven a la corrupción (práctica en la que muchas veces se incurre), la ineficiencia también es un destino común. Parece ser que cuando meten a dedo en la función pública, “regalan” trabajo y en algunos casos poder, pero no lo hacen con la persona más inteligente y capaz del mundo. Entre el círculo de cualquier persona que haya accedido al poder los que necesitan esa clase de prebendas son, por regla general, los más incapaces.
La designación a dedo, especialmente en los puestos que requieren por su naturaleza de habilidades técnicas y experiencia, es uno de los grandes males de la Administración Pública de cualquier país. La tentación más común es la de prohibir esa clase de nombramientos, estilo Taracena en el Congreso de 2016, pero hagamos primero unas reflexiones sobre qué es de verdad lo más efectivo. Si el Presidente quiere poner en un puesto importante a un joven muy cercano que claramente no tiene la experiencia ni los conocimientos para hacer ese trabajo, difícilmente una proscripción expresa se lo va a impedir. Sin embargo, hay otros caminos.
Hay debates que no estamos teniendo sobre el servicio civil y que son cruciales para encontrar el camino hacia un mejor recurso humano en el Estado y su corolario, un mejor proceso de decisiones y de implementación. El primero de esos debates es sobre los puestos que deben ser de designación y los puestos que deben tener un proceso al margen del poder político. Sí, al margen. Un Presidente, un Alcalde, un Diputados e incluso un Ministro no tienen nada que decir, nada, sobre la carrera de muchos de los funcionarios que trabajan bajo su dirección en los países donde lo público funciona. La mejor literatura sobre el tema nos dice que debemos construir un muro, de esos muros que serían la envidia de Trump. Acero, concreto, alambre de espino y alarmas. En la medida en que la vida laboral del tecnócrata se vea afectada por el político el sistema se vuelve más corrupto e ineficiente[1].
Por eso debemos hablar de qué puestos dejar que designe el político, siendo de designación deben cumplir ciertos requerimientos de mérito (edad, antecedentes penales o los anticientíficos polígrafos no son requerimiento de mérito para que se hagan una idea) y qué puestos deben obedecer a un sistema independiente a los vaivenes del poder. ¿A partir de viceministros, de directores, más abajo? poco sentido tiene que un político influya en qué ingeniero o qué medico hace el trabajo, pero en nuestro país pasa. Sin hablar de esto, hasta el más mínimo detalle, no tendremos una reforma verdaderamente efectiva.
Una pista: en los países de mayor calidad de servicios públicos los políticos tienen control de muy poquitos puestos, en oposición a países como el nuestro donde prácticamente no hay un solo trabajador, ya sea de manera directa o indirecta, cuya vida laboral no dependa del sistema político.
El segundo es, precisamente, sobre los procesos de mostrar o demostrar mérito. Hablamos mucho de proteger al funcionario público o de idoneidad para el puesto, pero poco sobre cuál es el preciso mecanismo que vamos a utilizar para que la persona merezca el puesto. Para eso debe de 1. competir, y por lo tanto ganar frente a otros el puesto; 2. hacerlo a partir de capacidades, conocimientos y experiencia (mérito); y 3. debe enterarse de la oferta laboral sin restricciones. Una convocatoria en una página web que no conoce nadie, dos postulantes para dos puestos o una elección utilizando como criterio la apariencia física no es el camino, y es común en nuestro sistema de servicio civil.
El proceso debe ser lo más ciego posible a los aspectos personales y, aunque no hay que inventar el agua azucarada, debemos elegir los elementos de mérito y diseñar nuestro modelo. Quién selecciona las hojas de vida y bajo qué criterios; quién diseña las pruebas; quién corrige las respuestas; quién establece las fases. No es el debate más polémico y entretenido en redes sociales, pero sin fijar estos detalles el diablo se hace cargo de la decisión. La pregunta es si hay alguien con influencia, en algún lugar pensando en esto y la respuesta es posible y trágicamente no.
El tercer debate es sobre incompatibilidades entre lo público y lo privado, por un lado, y entre lo político y meritocrático por otro. Un sistema claro que prevenga conflictos de interés entre reguladores y regulados es sano. También un sistema de prohibiciones que evite, una vez construido ese muro de mérito antes mencionado, el salto entre una función y otra. Impedir que juez o fiscal, por ejemplo, no puedan presentarse a un cargo de elección popular hasta unos años después de abandonar su puesto y que no puedan volver al cargo funcionarial sin restricciones debería estar por lo menos en la discusión.
Como estos tres debates, y otros más, son minuciosos y complicados preferimos volver a la ya mencionada discusión de la prohibición. Hacer que un familiar en la función pública no pueda convivir con su contraparte política, por principio, no es la solución. La pregunta que hay que hacerse es si llegó a ese puesto por influencia de ese familiar o lo hizo por un sistema de competencia basado en mérito. Si la respuesta es esta última opción los males ya han sido curados y se está peleando contra molinos de viento. Pensar además que en un código legal va a solucionar esos conflictos de interés es ingenuo. Si mucho nos libramos del primo, pero no del cuate de la promoción o del amante.
Pensemos en cambiar el sistema mejor. Es más difícil, costoso en tiempo y tedioso, pero es el camino adecuado. Restrinjamos los puestos de confianza a un puñado, pongamos requerimientos de mérito para designar a puestos de alta dirección y construyamos un muro impenetrable entre políticos y burócratas. En ese escenario no habrá ningún Miguel que nos pueda hacer daño.
[1] La obra de los profesores Lapuente y Dahlström “Organizando el Leviatán. Por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los gobiernos” describe con detalle toda la sugerente evidencia que apunta a la mejora de calidad en la Administración Pública una vez ese muro se ha construido.