El corrupto que hay en nosotros

Por Sofía Montenegro
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El 37.9% de los guatemaltecos cree que la corrupción es “muy común”, seguido de un 39.7 que lo ve como “común”. En el otro extremo, el 18.6% piensa que es algo “poco común” y finalmente tan solo el 3.8% cree que es “poco común” (LAPOP, 2014). Podemos asegurar que la mayoría se ubica dentro del espectro que identifica la corrupción como algo existente, pero hay una gran diferencia entre visibilizarlo a percibirlo como un problema.

Parte del éxito y lo ganado del movimiento social que surgió en el 2015 fue que el ciudadano venció la apatía y manifestó su descontento hacia el estallido de casos de corrupción presentados por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala y el Ministerio Público. Una actitud atípica del ciudadano guatemalteco. Sin embargo, en este nuevo contexto donde se están definiendo las siguientes etapas, se ha discutido muy poco sobre corrupción desde sus distintas dimensiones.

Muchas veces se tiende a externalizar el problema hacia el estado y sus instituciones, ofreciendo una visión reduccionista del fenómeno social. Podemos entender la corrupción como “el uso indebido del cargo público para beneficio privado” (Koetzle y Sandholtz, 2000). Bajo esta definición la corrupción ocurre cuando las dimensiones entre lo público y lo privado se entrelazan. En sociedades con instituciones débiles sucede que estos actos de corrupción no tienen una única causa. Incluso existen corrientes como la escuela de la teoría funcional (Huntington, 1968) que afirman que en ciertos casos la corrupción sirve como mecanismo para abatir los obstáculos de burocracias poco funcionales. Sucede también que en estos casos la corrupción se percibe como una práctica común que surge por medio esos famosos vacíos legales. Su cotidianidad consecuentemente lleva a sus operantes a ignorar la falta, muchas veces incluso a pasarla por desapercibida. Bajo ese vendaje de “el fin justifica los medios” se forman pequeñas a extensas redes de corrupción que involucran a distintos actores, dentro pero también fuera del estado. Es evidente que existe entre la ciudadanía – y entre los mismos funcionarios – una falta de comprensión sobre lo público, lo que es en gran parte el resultado de la ausencia de una administración pública profesionalizada.

Dada esta perspectiva, el ciudadano llega a ser testigo, participe e incluso defensor de actos de corrupción. Dentro de la literatura se señalan dos tipos: “gran corrupción” que implica distintos niveles de gobierno con múltiples actores como La Línea; y por el otro lado se encuentra “la corrupción petite” que se ocurren dentro de las distintas relaciones burocráticas. Estas dos grandes categorías se manifiestan a través de sobornos, clientelismo, entre otras manifestaciones que involucran y requieren de la participación activa del ciudadano. Su complicidad muchas veces ha sido-y sigue siendo- el elemento que refuerza este tipo de mecanismos. La falta de denuncia y poca fiscalización se convierten en un instrumento que da legitimidad a los actos de corrupción.

En este sentido, investigaciones como la de Solaz y De Vries (2017) señalan que en países con mejores indicadores de transparencia (y más riqueza) los ciudadanos tienden a percibir más corrupción que en los países con peor rendimiento. Esta discrepancia en la percepción ha dado lugar a una corriente literaria que señala que en países con altos niveles de corrupción los individuos suelen desarrollar más tolerancia hacia estos hechos. El individuo llega a acostumbrarse y por ende deja de verlo de manera alarmante, perdiendo así su efecto social. Como consecuencia de esto la corrupción se vuelve un mecanismo cada vez más normalizado y aceptado.

No es sencillo identificar si alguien ha participado en un acto de corrupción y muchas veces cuando se intenta hacerlo se reconoce que habrá un subregistro en las respuestas. No obstante, en la última encuesta de LAPOP 2014 a una serie de preguntas sobre sobornos se identifica que el 19% de los guatemaltecos han pagado un soborno a alguna institución pública en un periodo de 12 meses. Este porcentaje – que debe ser menor a la cifra real –se encuentra bastante elevada.  Si se examina detenidamente, es interesante que la institución que recibe o registra más sobornos es hacia la Policía Nacional Civil que curiosamente siempre se encuentra dentro de las encuestas como una de  las instituciones menor confianza.

Recapitulando podemos señalar que el estudio de la corrupción cuenta con grandes retos metodológicos, en especial si se toma en cuenta que se está intentando evaluar una actividad que por su naturaleza pretende pasar por desapercibida. Pero no porque sea difícil de medir debemos de abandonar la tarea de intentar entender las relaciones causales que dan origen al fenómeno, como también sus múltiples consecuencias que dentro de estas perjudican los principios de responsabilidad democrática.

En una reciente conferencia el comisionado Iván Velásquez expresó “Si no cambian las condiciones en las que se generan, perpetúan o readaptan las estructuras criminales, será vana la tarea del MP y la CICIG”. Es cierto que ningún esfuerzo será suficiente si no logramos entender que son estas condiciones. Para ello, debemos también abrir nuevos espacios de discusión que permitan investigar la complejidad de dicho fenómeno social. Es momento de hacer una introspección personal de nosotros y nuestra sociedad, para poder tomar el primer paso y aceptar como sociedad que: “tenemos un problema”.

Sofía Montenegro

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