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El dilema de ser o no ser un hijue**ta más

Por Daniel Haering
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Muy famosamente el Presidente Giammattei gustaba decir en la campaña electoral que le llevó al poder, en el año 2019, “No quiero ser un hijueputa más”. Era el momento álgido de su discurso, dicho con espacial brío y donde arrancaba del público los mayores aplausos.

No sabemos muy bien a quién se refería el ahora jefe del Ejecutivo cuando mentaba a los dirigentes del pasado ni qué prácticas son las que merecían su desprecio. Lo que sí podemos analizar es si ha cumplido con una nueva forma de orientar la acción y negociación política: la respuesta es no. Después de un año muy particular por la crisis Covid-19, por lo menos hasta el momento, no solo ha sido un presidente muy tradicional sino que se ha embarcado en un proceso de restauración pre 2015 claro y contundente. Si lo ha hecho por convicción o por necesidad es algo que solo el mandatario sabe, pero la evidencia apunta a que su concepción de estabilidad política pasa por restablecer la forma de ejercer el poder que se vio alterada por los casos de la CICIG.

El régimen político de Guatemala ha funcionado en las últimas décadas a través de lo que podemos denominar mecanismos de gobernabilidad corrupta. El concepto de gobernabilidad hace referencia a la capacidad de articulación de los distintos poderes dentro de un sistema con actores no estatales para generar la estabilidad necesaria para el desarrollo de la sociedad. Está relacionado por tanto con una noción de orden. Al añadirle el calificativo de “corrupta” la desvinculamos de su finalidad bondadosa y la circunscribimos exclusivamente a esa estabilidad. Estabilidad que se consigue repartiendo “dividendos” a los poderes fácticos con la esperanza de que no se bloqueen entre sí. Una forma, digamos, de tener a una masa crítica contenta.

El sistema político está fuertemente fragmentado, con partidos débiles y transfuguismo, alta rotación de cargos electos y de designación sin apenas burocracia profesionalizada y un sistema de Justicia elegido por la clase política y los actores miembros del sistema corporativo con operadores que saben administrar las asimetrías de información entre ellos.

Para “funcionar” ha necesitado de corrupción. La negociación del presupuesto, que maneja el Ejecutivo, hace que los pagos sean trasladados hacia los diputados en forma de contratos y plazas que sirven para satisfacer a financistas (con contratos y favores), a las redes clientelares (con trasferencias a alcaldes y puestos de trabajo) y a los propios políticos que pagaron su propia campaña y su posición en los listados electorales. Todo a cambio de pasar leyes y presupuesto y no molestar más de lo debido con fiscalización. Presidencia y Congreso eligen a Cortes y autoridades del Ministerio Público y allí se cierra el círculo. El orden corrupto necesita para funcionar de la impunidad que reduce el costo de los más poderosos de acabar en prisión. Toda esta es una descripción de brocha gorda de un proceso que es sumamente complejo y desigual y que está lleno de problemas de coordinación. Acepta un nivel de desorden dentro de unas reglas “razonables”.

La CICIG en 2015 alteró ese orden. Al reducirse la impunidad para los poderosos cambiaron los incentivos, el sistema se volvió inmanejable, y vivimos una crisis de 5 años que se arrastra hasta hoy. La relación de fuerzas de 2016 dio lugar a una Corte de Constitucionalidad (por su configuración, pero también por su susceptibilidad a presiones externas) que supone, a día de hoy, un revés a aspectos fundamentales de esa estabilidad política. A partir de 2017 la tensión ha crecido y las elecciones de 2019 trajeron la solución al dilema llamado Giammattei.

Hoy, en 2021, la lucha está en revertir ese contrapeso de la Corte de Constitucionalidad y el resabio de la CICIG, la FECI, para volver a la mentada Gobernabilidad. Esa que implica que el erario se reparte desde el Ejecutivo al Congreso, que a su vez paga en favores o dinero a sus financistas y redes clientelares, y el sistema de Justicia se encargue de que poca gente pague por ello.

Una Presidencia que no está dispuesta a transferir al resto del sistema político ese dinero que lo aceita todo y cambiaría las reglas del juego, después de una importante crisis, pero esa no es la actual administración. El Presidente ha comprado toda la agenda de impunidad, sin mayores variaciones.

Quiere una CC sometida a la gobernabilidad corrupta, quizá con la idea de que eso dará algún resultado de gestión. Con ese apalancamiento aspira a destrabar su agenda de control a través de la aprobación de leyes como la de ONGs (que pretende intervenir a la Sociedad Civil organizada disidente) o las leyes relacionadas con reducir penas y dar salidas fáciles a los corruptos y corruptores.

Hoy la alianza oficialista, encabezada y operada por el Presidente, está sólida en ese ámbito de esa estabilidad. Las Cortes parecen estar ya negociadas, la Corte de Constitucionalidad parece que será permisiva con los defectos del sistema y la alianza en el Congreso aguanta a través de un presupuesto tan ampliado que parece dar para todo y todos. Giammattei, al contrario que el anterior presidente, es el hombre más poderoso de Guatemala.

Sin embargo, el plan del Presidente tiene dos fallas. La primera es que se ha encontrado con una nueva administración del verdadero actor veto de nuestro sistema, que nunca fue CICIG, sino Estados Unidos. Gobernar tres años sin el apoyo de los gringos es imposible para cualquier Ejecutivo. Y no parece haber una embajada que trasladar[1] en esta ocasión para satisfacer a un Biden que parece decidido a imponer de nuevo el viejo consenso de la capital del Imperio que diagnosticaba los problemas de la región vinculados al problema de corrupción.

La segunda falla es que la sostenibilidad de la gobernabilidad corrupta es una apuesta perdedora. La alianza tarde o temprano, en la medida en que se desgasta este Gobierno y se acercan las elecciones de 2023, se irá deshaciendo y las necesidades de reforma llevarán a una profundización de la crisis que ya se evidenció en noviembre con las manifestaciones masivas.

Es de una gran mediocridad confundir la gobernabilidad corrupta con el concepto de gobernanza del país, que está más relacionado con la noción de “buen gobierno” y con la capacidad de articulación entre actores públicos y privados para gestionar el cambio social. En un país que llegará a 27 millones de habitantes en los próximos años, que está en continua urbanización, cuyos flujos migratorios definen transformación del territorio y economía y cuya joven población tiene cada vez mayor acceso a redes de información, esta gestión del cambio se hace especialmente importante.

Ante una complejidad cultural, social y económica cada vez mayor el sistema político, precisamente porque descansa sobre la corrupción, ofrece ausencia de servicios de calidad, de políticas económicas de generación de empleo, de seguridad ciudadana, de visión de largo plazo…y eso se hace cada día más insostenible.

Apostarle a la gobernabilidad corrupta es apostarle a la ausencia de gobernanza del país. Al mismo tiempo y a día de hoy, quien quiera cambiar el sistema para mejorar la calidad de vida de sus habitantes lo tendrá que hacer a expensas de una estabilidad política de bandidos. Ese es el dilema que Giammattei parece tener resuelto en su mente, eligiendo el orden a corto a costo de más crisis a mediano plazo. El tiempo dirá, pero en su primer año de Gobierno podemos afirmar que no sabemos si el Presidente es un hijue**ta más, lo que definitivamente no es, es un nuevo político, distinto e innovador a lo que tradicionalmente hemos tenido.

 

[1] Muchos coinciden en que el traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén y la posterior promoción del acuerdo de Tercer País Seguro abrieron las puertas del gobierno de Morales en Washington.

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Daniel Haering

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