La crisis en Ecuador como advertencia para los países del norte de Centroamérica

Por Daniel Núñez
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El 8 de abril se cumplió el plazo de 90 días del estado de excepción impuesto por el presidente de Ecuador, Daniel Noboa. La medida fue implementada en enero después de una serie de motines en varias prisiones precedidos por la noticia de la fuga de Adolfo Macías, alias “Fito”, líder de la banda Los Choneros, una organización criminal con alcances internacionales que se dedica al narcotráfico, a la extorsión, al sicariato y a otras actividades criminales. La situación cobró notoriedad en la arena global debido en parte a la toma en vivo de un canal de televisión ecuatoriano (TC Televisión) por un grupo de jóvenes armados el martes 9 de enero. En un video de la toma, se ve cómo los jóvenes portan diferentes tipos de armas, granadas y artefactos explosivos hechizos mientras amedrentan al personal del canal antes de enfrentarse con las fuerzas de seguridad.

 

Las medidas implementadas por Noboa incluyeron la designación de 22 organizaciones criminales como “terroristas”, el despliegue de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional y un toque de queda entre las 23:00 y las 05:00 horas. La continuación de la crisis el martes 9 llevó a Noboa a declarar una situación de “conflicto armado interno”, aunada al estado de excepción impuesto un día antes. Para principios de febrero, las fuerzas de seguridad ecuatoriana habían encarcelado a alrededor de 6,341 personas e incautado casi 50 toneladas de droga. Para finales de marzo, las cifras habían alcanzado las 16,459 personas y las 75 toneladas. A principios de abril, el gobierno anunció que la designación de “conflicto armado interno” se mantendría a pesar de que el estado de excepción había terminado. El 21 de ese mismo mes, el pueblo ecuatoriano votó en una consulta popular a favor de varios temas relacionados con la seguridad pública y el papel de las Fuerzas Armadas. 

 

¿Cómo llegó Ecuador a esta situación tan extrema? Varios analistas trazan los orígenes de la crisis a una serie de factores nacionales e internacionales que han confluido y evolucionado a lo largo de las tres últimas administraciones. Entre ellos cabe destacar las negociaciones y la legalización de pandillas juveniles durante la administración de Rafael Correa (2007-2017) bajo el esquema de la “Revolución Ciudadana”; el encarcelamiento masivo de personas desde 2010; el rompimiento con otras políticas de seguridad del gobierno de Correa enfocadas en fortalecer la presencia y el control estatal del crimen durante las administraciones de Lenín Moreno (2017-2021) y Guillermo Lasso (2021-2023); el auge del mercado internacional de la cocaína y la posición geográfica de Ecuador entre los dos principales productores de esa droga a nivel mundial (Colombia y Perú) y el océano Pacífico; el crecimiento, la evolución y la fusión de pandillas juveniles con grupos de tráfico de drogas dentro y fuera de las cárceles; la corrupción y la impunidad que permean las instituciones estatales ecuatorianas, incluyendo al sistema judicial; y la pandemia del COVID-19 y el endurecimiento de la situación económica que trajo consigo.

 

¿Por qué es importante la crisis en Ecuador para los países del norte de Centroamérica? La crisis en Ecuador es un vislumbre de lo que podría llegar a ocurrir en estos países si los gobiernos continúan abordando el crimen y la violencia como lo han hecho hasta ahora. Por décadas, los gobiernos de turno de esta región han priorizado políticas de “mano dura” enfocadas en la militarización de la seguridad pública y en el encarcelamiento masivo de jóvenes de escasos recursos, dejando de lado otros temas cruciales, como la prevención, la rehabilitación o las causas estructurales de los problemas. El cúmulo de acciones punitivas durante las últimas dos décadas ha generado una situación crítica e insostenible de abandono, hacinamiento y descontrol dentro de las cárceles que podría desencadenar problemas de gobernabilidad más grandes en el futuro si no se hace algo para resolverla.

 

En Guatemala, por ejemplo, la población carcelaria comenzó a aumentar significativamente a partir de 2006, durante el gobierno de Óscar Berger (2004-2007). Ese año, el Congreso aprobó la Ley Contra la Delincuencia Organizada, una herramienta legal que se enfoca en desarticular organizaciones criminales y contempla además acciones que buscan mejorar la investigación penal, como las entregas vigiladas, las interceptaciones telefónicas y las operaciones encubiertas. De 2006 a 2012, la población carcelaria pasó de 7,477 personas a 15,013, un incremento de 100% en seis años. Actualmente, según las cifras disponibles más recientes (de finales de 2023), la población privada de libertad es de aproximadamente 23,361 personas.[1]

 

En Honduras, el cambio más notorio se registró a partir de 2012, durante la administración de Porfirio Lobo (2010-2014). El gobierno de Lobo implementó políticas de mano dura que involucraron directamente a las Fuerzas Armadas en la seguridad pública. En 2013, por ejemplo, promulgó la Ley de la Policía Militar de Orden Público, PMOP, con la cual se creó un cuerpo temporal con el mismo nombre compuesto por elementos militares, a quienes se les facultó para llevar a cabo tareas de investigación e inteligencia y de recuperación de territorios copados por el crimen organizado. En 2014, durante el gobierno de Juan Orlando Hernández (2014-2022), el Congreso estableció a la PMOP como un ente permanente y continuó con políticas de este tipo. Entre 2012 y 2020, la población carcelaria en Honduras pasó de 12,095 personas a 21,675, un incremento del 80%.[2]

 

El caso más extremo es el de El Salvador, país que viene encarcelando a su población desde principios de los años 2000 bajo el esquema de políticas claramente represivas, como el Plan Mano Dura o la Ley Antimaras de 2003, implementadas durante el gobierno de Francisco Flores (2000-2004), o el Plan Súper Mano Dura de 2004, puesto en práctica durante el gobierno de Elías Antonio Saca (2004-2008). Al igual que en Honduras, estas políticas le dieron un papel protagónico al ejército en la seguridad pública y priorizaron la persecución y el encarcelamiento de jóvenes, incluso de niños mayores de 12 años, por encima de acciones preventivas o de políticas de acompañamiento enfocadas en las causas estructurales de los problemas. Entre 2000 y 2008, la población privada de libertad en El Salvador pasó de 7,754 personas a 19,814, un cambio que significó un aumento de 155%. Para 2018, antes de la entrada de Nayib Bukele, la cifra estaba alrededor de las 39,642 personas.[3] Como resultado del Plan Control Territorial de Bukele, se estima que la población carcelaria actual en El Salvador es de aproximadamente 76,000 personas. 

Gráfico 1. Población privada de libertad en Guatemala, El Salvador y Honduras, 2000 a 2023[4]

Fuente: elaboración propia con datos de World Prison Brief.

El caso de El Salvador de Bukele merece un comentario aparte. Desde que inició su mandato, Bukele se ha mantenido como uno de los gobernantes más populares de América Latina y ha recibido muestras de admiración de varios políticos latinoamericanos, quienes han expresado su deseo o han ofrecido en campaña adoptar el “modelo Bukele” de cárceles de máxima y súper máxima seguridad. El mismo Noboa lo ofreció unos días antes de que se desatara la crisis en enero, junto con la compra de “barcos-prisiones” para aislar en el mar a los líderes más peligrosos. En sociedades plagadas por el crimen y la violencia, estos ofrecimientos han encontrado eco, pero todavía no está claro cómo se materializarán en la práctica o incluso si llegarán a materializarse.  

El principal problema con el modelo de cárceles de Bukele es que es una solución cortoplacista enfocada exclusivamente en el aspecto punitivo. ¿Qué va a pasar con esas 76,000 personas encarceladas en el futuro? ¿Existe algún plan para que al menos algunas de ellas logren “reinsertarse” a la sociedad salvadoreña algún día, o se espera simplemente que envejezcan y mueran en las prisiones? La privación de libertad y la construcción de cárceles de máxima seguridad no deberían ser las únicas políticas para combatir el crimen y la violencia. Un enfoque más integral debería incluir también acciones de prevención, rehabilitación y reinserción articuladas con políticas educativas y de generación de empleo para jóvenes.

El encarcelamiento masivo, además, amenaza seriamente los derechos humanos. Como han señalado varias organizaciones, las acciones punitivas de la administración de Bukele han violado la presunción de inocencia de miles de personas y su derecho a un juicio justo. Este es un problema en sí mismo que plantea a la vez otro problema. ¿Qué ocurriría si en el futuro otro gobernante o el mismo Bukele utilizara el encarcelamiento masivo para perseguir a opositores políticos? ¿Qué dirían sus defensores en un escenario como ese? Violar los derechos de miles de personas en el presente abre la posibilidad de que se violen los derechos de otras miles de personas en el futuro. El encarcelamiento masivo se opone al principio de legislar y tomar decisiones políticas considerando cómo esas acciones pueden ser usadas en contra por un enemigo futuro desconocido.

El tercer problema está relacionado con este último y es que el “modelo Bukele” depende en gran medida de la personalidad y la popularidad de Bukele. ¿Qué ocurriría si por alguna u otra razón el mandatario deja de gobernar y otro gobernante, sin su personalidad ni popularidad, entra al mando y pierde el control de las cárceles? ¿Se enfrentaría El Salvador a un ejército de 76,000 personas con una sed insaciable de venganza? ¿Cómo manejaría un gobierno una situación como esa? ¿Qué implicaciones tendría para la región entera? En definitiva, a largo plazo, las políticas de Bukele pueden tener consecuencias no previstas (“blowback”) para la sociedad salvadoreña y para las sociedades de sus países vecinos. Mientras no se combinen con otras medidas a corto plazo que garanticen el respeto a los derechos humanos y atiendan los factores en los que están enraizadas las pandillas, estas políticas sólo ofrecerán una salida temporal del problema.

En línea con lo anterior, cabe señalar que las políticas de mano dura en los países del norte de Centroamérica han tenido serias repercusiones en sus sistemas penitenciarios. El Salvador, por ejemplo, tenía en 2022 la tasa de población encarcelada más alta del mundo (1,086 personas por cada 100,000 habitantes) y un nivel de hacinamiento de alrededor de 237%, apenas unos puntos por debajo de países como Zambia, Mozambique y Sudán.[5] Guatemala, por su parte, tiene un nivel de hacinamiento de 293%, el cual lo coloca entre los diez países con los niveles de hacinamiento más altos a nivel global, entre los que se encuentran Haití, la República Democrática del Congo y Uganda.

Tabla 1. Hacinamiento y tasa de población encarcelada en los países del norte de Centroamérica.

País Nivel de ocupación (en porcentaje basado en capacidad oficial) Tasa de población encarcelada (por 100,000 habitantes)
Guatemala
293.2
123
El Salvador
236.7
1086
Honduras
150.8
191
Fuente: elaboración propia con datos de World Prison Brief.

Las políticas de mano dura, además, han fortalecido a las organizaciones criminales y han facilitado el control del crimen y la violencia desde las cárceles. Durante la primera década de los años 2000, el encarcelamiento masivo de pandilleros y su segregación a lo interno de las prisiones transformaron a las pandillas en federaciones transnacionales que controlan desde sus celdas las actividades delictivas y los niveles de violencia en las calles, a menudo con el apoyo de autoridades penitenciarias. Esto se manifiesta en delitos como la extorsión o los ataques al transporte urbano que afectan a miles de personas en los tres países. En algunos lugares, las pandillas se convirtieron en organizaciones que tienen un control desmedido de la violencia y gobiernan más que el Estado mismo. Esto es evidente en el caso de El Salvador, cuya tregua de 2012 y cuyas políticas de seguridad de la administración actual revelaron el control que las pandillas tienen sobre la cantidad de homicidios registrados día a día y la presión que pueden ejercer sobre los gobiernos de turno.

Fuera de la región centroamericana, un ejemplo ilustrativo de esta “gobernanza criminal” desde las cárceles es el del Primer Comando Capital (PCC) en Brasil, una organización que ha sido señalada de constituir una especie de Estado paralelo que gobierna las prisiones, las favelas y la seguridad en varias regiones del país. El PCC es liderado por Marcos Willians Herbas Camacho, alias “Marcola”, un individuo que cobró notoriedad a principios de siglo por una supuesta entrevista[6] publicada por el medio brasileño O Globo, en la que afirma haber leído a Dante Alighieri y a Carl von Clausewitz y ofrece un desconcertante análisis del mundo criminal lleno de lenguaje propio de la filosofía y las ciencias sociales (“Nosotros somos el inicio tardío de su consciencia social. ¿Vio? Yo soy culto. Leo al Dante en la prisión […] Es eso. Es otra lengua. Está delante de una especie de post miseria. Eso. La post miseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas.”). Al igual que las pandillas en El Salvador antes de la llegada de Bukele, el PCC tiene un control efectivo sobre los niveles de violencia homicida en varias ciudades de Brasil y usa ese control para forzar a las autoridades de turno a actuar de acuerdo con sus intereses.

El caso de Ecuador se distingue de los tres países del norte de Centroamérica principalmente por la naturaleza de sus grupos de crimen organizado. Mientras que en Ecuador las pandillas están directamente vinculadas con el transporte de drogas y controlan su distribución y la violencia en las calles, en Guatemala, El Salvador y Honduras el transporte de drogas está controlado principalmente por grupos de narcotraficantes que no suelen involucrar a las pandillas directamente.[7] No obstante, siempre existe la posibilidad de que las pandillas (o cualquier otro grupo de crimen organizado) en cualquiera de estos tres países experimenten un nuevo proceso evolutivo como el de hace algunos años y se unan a otros grupos delictivos dentro o fuera de sus países o se transformen en organizaciones más fuertes y complejas que incursionen en otras actividades y gobiernen criminalmente desde las cárceles. La probabilidad de un escenario como este disminuirá a medida que los gobiernos le presten más atención a los sistemas penitenciarios y a las causas fundamentales del crimen y la violencia. También disminuirá a medida que se den cuenta de que los modelos represivos de mano dura por sí mismos sólo ofrecen un alivio transitorio para la crisis.

[1] World Prison Brief: Guatemala: https://www.prisonstudies.org/country/guatemala

[2] World Prison Brief: Honduras: https://www.prisonstudies.org/country/honduras

[3] World Prison Brief: El Salvador: https://www.prisonstudies.org/country/el-salvador

[4] El último dato de Honduras es de 2022.

[5] La cifra de hacinamiento no contempla la cárcel inaugurada por la administración de Bukele en 2023.

[6] La entrevista se le atribuye al cineasta y periodista brasileño, Arnaldo Jabor, y ha sido señalada como falsa. Ver: https://redbioetica.com.ar/entrevista-a-marcola-aclaracion/

[7] No hay razón para pensar que esta situación no puede cambiar en el futuro. En 2021, Insight Crime reportó que la MS-13 en El Salvador incursionó en el tráfico de drogas después de que los dos principales grupos narcotraficantes de ese país, el cártel de Texis y Los Perrones, se debilitaron. Ver: https://insightcrime.org/news/drug-routes-gangs-elsalvador/

Daniel Núñez

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