Notas de campo: La elusiva violencia en el oriente de Guatemala*

Por Daniel Núñez
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Llevaba varias semanas andando por las calles del pueblo, entrevistando a quien se me pusiera enfrente. Mis pies comenzaban a sentirse como un par de globos macizos de piedra, y la idea de regresar sin una historia que contar me agobiaba un poco más cada día. Guastatoya, “la capital de la amistad”, como se referían a él los lugareños, no parecía ser un lugar violento; los hombres no llevaban pistolas en el cincho ni disparaban al aire por las noches como vaqueros desquiciados; los asesinatos que ocurrían cada año se podían contar con los dedos de una mano; y la gente aseguraba que su vida era muy tranquila. Los perros callejeros parecían ser testimonios vivos de lo que observaba: en vez de ser los temblorosos esqueletos envueltos en pellejo que había visto en otros pueblos, ahí a menudo recibían generosas porciones de comida de los comedores ubicados alrededor del parque y descansaban apacibles a los pies de los transeúntes. “Entre su miseria”, pensé en algún momento, “quizás sean perritos contentos”.

El oriente de Guatemala tiene la reputación de ser una región muy violenta, pero las cifras muestran que las muertes se concentran solo en algunos municipios y que hay otras regiones más violentas. De las 99,072 personas que fueron asesinadas en todo el país desde enero de 2001 a marzo de 2022, la mitad (49,822) lo fue en 17 municipios de nueve departamentos. Solo cinco municipios están en el oriente: Chiquimula, Jalapa, Jutiapa, Puerto Barrios y Morales, que juntos acumulan 7,748 muertes. Si consideramos una medida más abstracta como la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes, la imagen cambia un poco: San José Acatempa, Esquipulas, Santa María Ixhuatán, Zacapa, Teculután y Puerto Barrios aparecen entre los 10 municipios con las tasas mensuales promedio más altas, pero en total suman 5,238 muertes en el período referido.

Algunas personas oriundas de Jutiapa que entrevisté en 2021 coincidieron en que la imagen que tenemos del oriente es un estereotipo, pero también aseguraron que sí hay lugares temidos por su violencia. San José Acatempa, por ejemplo, fue mencionado por todas como uno de los emblemas de la región; un pueblo en donde la gente supuestamente se distingue por ser “canche, alta y de ojos claros”; en donde los hombres que se dedican a criar ganado llevan armas para defender sus tierras de los cuatreros; y en donde los “hombres de afuera” no pueden entrar por el riesgo a que un desliz, como coquetear con una mujer o hacer un comentario indebido, pueda acarrearles la muerte.

Impulsado por una especie de curiosidad suicida, un día tomé mi carro y visité Acatempa, pero con la cautela de ir acompañado por una amiga (en atención al consejo que me dio una colega que conoce bien Jutiapa). Caminamos por el parque y sus calles y preguntamos por el “pan de mujer”, una referencia cultural que encontré en línea. Un señor que vivía y trabajaba ahí desde hacía tiempo nos dijo que a ese pan le llamaban así porque era “un pan sin gracia”. Una señora mayor, sin embargo, nos dijo que era un pan muy rico pero que no se vendía tanto en ese pueblo. Días después, la colega que me aconsejó ir acompañado me envió otra referencia cultural del lugar: una frase coloquial con la que algunos jutiapanecos se identifican plenamente: “Jutiapa, donde el sol sale cuadrado y lo redondeamos a balazos”.

Además de Acatempa, otro tema recurrente durante las entrevistas fue el de las “cadenas de venganza”: retahílas de asesinatos entre miembros de grupos en conflicto impulsadas por la ley de talión. En algunas culturas, estas cadenas pueden durar mucho tiempo. En Albania, por ejemplo, la venganza es un imperativo moral que se rige por el kanun, un código de honor que tiene atrapadas a familias enteras en deudas de sangre que comenzaron hace varias generaciones. En Guatemala, lo más cercano a esto que recuerdo haber leído fue en un trabajo de Julián López García sobre los “macheteamientos” en la región ch’orti’, en donde describe cómo un hombre había muerto en vida después de haber asesinado a otro, porque todos en la comunidad, incluyéndolo a él, sabían que algún día sería asesinado por lo que había hecho (como eventualmente lo fue).

Una tarde, mientras tomaba un café en un comedor de Guastatoya, una joven mesera que me había atendido varias veces se acercó y me preguntó qué hacía. Le expliqué que investigaba la violencia en oriente desde un punto de vista sociológico, pero que el pueblo no parecía ser un lugar apropiado para mi estudio. “Todo el mundo dice que aquí no hay delincuencia, que aquí no hay violencia, así que creo que tendré que buscar otro lugar”, expresé, con resignación. Ella respondió con un atento silencio y luego me dijo: “Pero aquí sí los matan. Aquí los matan y los desaparecen. Lo que pasa es que nadie lo dice”.

Durante las siguientes semanas, escucharía historias de muertes violentas que habían ocurrido años atrás en aquel lugar que hasta entonces juzgaba como amistoso. Las víctimas habían sido, en su mayoría, supuestos delincuentes cuyos cuerpos habían “aparecido” aquí y allá, en espacios públicos, a veces con señales de tortura, a modo de advertencia para otros delincuentes. En efecto, como había indicado la joven, las personas hablaban poco de estos casos, y cuando percibían que habían sido demasiado indiscretas, guardaban silencio. (El silencio también puede llegar a ser un imperativo moral, como lo ilustra, por ejemplo, la omertà en el sur de Italia.)

Unos días antes de terminar mi trabajo de campo, me reuní a almorzar con una señora que había vivido toda su vida en Guastatoya y conocía bien las idiosincrasias de su gente. Le pregunté a qué se debía el buen trato que recibían los perros de la calle. Me dijo que no sabía, pero agregó que, cuando llegaba el circo, eran usados como alimento para los leones, y que por las noches se podían escuchar sus gritos. Cierta o no, la noticia me dejó inmóvil y con un bloque frío en la boca del estómago que me quitó el apetito. Años después, las palabras todavía no me alcanzan para describir lo que siento al pensar en un cielo oscuro desgarrado por los gañidos de unos perros. Recuerdo entonces que el dolor a veces trasciende los límites del lenguaje, y decido guardar otro tipo de silencio.

*Esta nota está basada en trabajo de campo que realicé hace muchos años en Guastatoya, El Progreso, y en algunas entrevistas que hice con personas de Jutiapa en 2021.   

Daniel Núñez

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