“Un animal que entraba a invadir”, así describió uno de los mayores al tren que pasaba por Palín, el único municipio de Escuintla con una considerable población poqomam, ubicado entre la ciudad de Guatemala y el océano Pacífico. Su animosidad, según relató durante uno de nuestros grupos focales, se debía a que, para construir el tren, las autoridades habían talado árboles que nunca habían vuelto a sembrar. “Tierra sagrada profanada”, escribí en mis notas de ese día, mientras pensaba en situaciones similares descritas por los q’eqchi’es. Hoy, lo único que queda de ese tren en el pueblo, al igual que en otros lugares del país, es una vieja estación raquítica y abandonada, alrededor de la cual viven cientos de personas en casitas y champas improvisadas. “Símbolo de la miseria que trajo consigo la idea del ‘progreso’ a finales del siglo XIX”, pensé en algún momento, al leer un poco sobre la historia de la construcción del ahora mal llamado ferrocarril interoceánico.
Al igual que otros municipios del sur del país, Palín ha crecido de forma desmedida y desordenada durante los últimos 20 años, en parte debido a un proceso de industrialización que continúa hasta la fecha. Al transitar por la CA-9, camino al casco urbano, uno puede notar esta realidad claramente: bodegas por todos lados, maquilas, fábricas, comercios, gasolineras, restaurantes, y unos complejos enormes, que abarcan varias manzanas, llamados parques industriales.
El empleo generado por toda esta industria ha atraído a muchas personas del país e incluso a algunas de países vecinos, quienes ahora viven dispersas en los barrios que componen el casco urbano. Hay lugares, como el asentamiento de “la línea férrea”, en los que la gente vive en plena miseria, sin acceso a nada, en medio del polvo y el olvido. Otros, en cambio, exhiben un considerable nivel de opulencia, que contrasta notablemente con el resto. El más llamativo de estos es Las Victorias, un pomposo condominio cerrado en las afueras del centro, en el que sus residentes gozan de plazas, jardines, pequeños comercios, canchas deportivas, una piscina y una vista espectacular del Volcán de Agua. Una nota periodística de 2018 menciona a este condominio por unos allanamientos vinculados a una supuesta estructura criminal dedicada al “tumbe de droga”.
El crecimiento poblacional de Palín se puede calcular con los datos de los últimos dos censos. En 2002, el municipio contaba con 36,756 personas, quienes vivían distribuidas en 46 lugares poblados. Para 2018, la cantidad de lugares poblados había llegado a 65, y la población había aumentado a 65,873, cifra que equivale a un crecimiento del 79 %.
Como ha ocurrido en otras ciudades de Guatemala, el crecimiento no planificado en Palín ha generado varios problemas para sus residentes. Uno de ellos es la mala distribución del agua, vinculada a la construcción de centros residenciales que no han cumplido con todos los requisitos de la ley, y a la poca capacidad o falta de voluntad de las administraciones municipales para controlar los recursos naturales. Otro problema es el de los camiones que transitan día y noche por la antigua carretera que atraviesa el casco urbano, con el fin de evadir el peaje que deben pagar si transitan por la autopista nueva. El constante ir y venir de estos camiones, prácticamente a cualquier hora del día, es fuente considerable de contaminación ambiental y auditiva, y a menudo causa accidentes o atropellos en el pueblo.
Foto: tomada por Sofía Montenegro el jueves 9 de septiembre de 2021.
El bullicio ensordecedor de los camiones contrasta considerablemente con momentos en los que uno puede entrever cómo fue la vida diaria alguna vez en Palín: una tarde tranquila y soleada debajo de la ceiba del parque central, la que adorna el escudo del municipio, en medio del murmullo del viento y de la gente que va de paso o visita el mercado; el “¡corre, corre, corre!” de una perica que brinca de rama en rama en los árboles de una antigua casa del centro, con el ruido de una fuente en el fondo y un salón con vistas al volcán y a las montañas; el aroma a pom que rodea a la catedral, y que pega en el rostro cuando uno pasa frente a ella después de tomar un atol o comer una tostada en algún puesto de comida.
Foto tomada por el autor el jueves 9 de septiembre de 2021
Foto tomada por Sofía Montenegro el jueves 9 de septiembre de 2021.
Un tercer problema, que es el que nos interesa a nosotros como organización, es el del crimen y de la violencia. Aunque Palín es un lugar relativamente pacífico en relación con otros municipios, y muestra la misma tendencia a la baja del país en sus cifras de violencia homicida, los “palinecos” perciben que la delincuencia y la violencia van y vienen, y que el pueblo no es tan seguro como parece. Los robos, los asaltos y las extorsiones, en particular, han sido temas de discusión durante los grupos focales que hemos organizado. Varios de los participantes han afirmado que la inseguridad en el pasado ha llegado a ser tan intensa, que ha empujado a la gente a tomar la justicia en sus manos. Algunos han sugerido que la situación actual podría caer en lo mismo.
Foto tomada por Carlos Mendoza el 2 de diciembre de 2020.
El incidente de esta naturaleza más mencionado es el linchamiento de una persona en el parque central, debajo de la ceiba, el lugar más público del pueblo. La fecha del suceso no está clara, pero por los relatos, parece que ocurrió en algún momento entre 2004 y 2006, justo cuando los registros oficiales de violencia homicida incrementan considerablemente. “En esos tres años fue cuando la comunidad se alzó y quemó a una persona”, afirmó uno de nuestros informantes. En una vieja base de datos de 2005 a 2008, que obtuve de la Procuraduría de los Derechos Humanos hace ya más de diez años, encuentro un caso en 2005 que quizás sea al que se refieren: “Tres presuntos mareros fueron agarrados, lapidados y quemados por la comunidad cuando cobraban el impuesto de paso”. Debajo de la sección llamada “Tipología”, la base dice: “Extorsión”. El número de víctimas no coincide: los datos afirman que fueron dos (uno de ellos supuestamente sobrevivió a las quemaduras), pero el relato dice que fue solo una. El lugar tampoco coincide: la base dice Palinché, un barrio muy cerca del centro, pero el relato afirma que fue debajo de la ceiba. Reviso las cifras de la policía para ese año y encuentro lo mismo: dos víctimas, no una. Esa base no dice nada más. No encuentro otros casos registrados en 2004 o 2006. Decido soltar esta búsqueda sin sentido y seguir escribiendo.
Foto tomada por Manuel Sebeyuque en 2003
Para las personas que han participado en nuestros grupos focales, una de las principales fuentes de crimen y violencia en el municipio ha sido la migración, tanto la interna como la de extranjeros. “Vienen sin respetar, son desconocidos”, aseguró uno de los lugareños en nuestro primer evento. “Migración hacia Palín: tema importante”, dice una de las notas que escribí ese día. Busco en las cifras del censo de 2018 y encuentro lo siguiente: de las aproximadamente 65,873 personas que viven actualmente en el municipio, 4,687 afirmaron que vivían en otro lugar en 2013; 159 dijeron que vivían en otro país; y 6,715 no habían nacido. En 982 casos, el lugar de residencia no fue especificado. “Alrededor del 9 %”, anoto después de algunos cálculos.
Según los relatos de algunos de nuestros informantes, la migración comenzó a ocurrir hace unos 20 años, cuando personas de Villa Canales, Villa Nueva, Taxisco, El Salvador, Honduras y Nicaragua “invadieron” el área alrededor de la línea férrea, en el barrio San Pedro, frente a la estación del tren. Con el tiempo, otros migrantes llegaron y se instalaron en ese mismo barrio y en otros que solo aparecen registrados en el último censo: Los Pinos, Sacramento, María Mattos. Estos lugares son los mismos que las personas identifican actualmente como las “zonas rojas” del municipio. La colonia María Mattos, Los Pinos y la línea férrea, en particular, son señaladas con frecuencia como lugares peligrosos. Sus residentes son vistos como “gente problemática”; como “gente de afuera que viene a robar y a secuestrar”. Aunque en conversaciones privadas, algunas personas han admitido que la gente local de Palín también delinque, la opinión generalizada en los grupos focales es que los responsables, en su mayoría, son los migrantes. (Reflexiono un poco sobre los linchamientos y recuerdo que tienen mucho que ver con el miedo a la otredad, con el rompimiento de lazos comunitarios y con el desarraigo de los jóvenes en sus comunidades de origen.)
La situación descrita por nuestros interlocutores me trajo a la mente el trabajo del sociólogo Robert K. Merton, un clásico para entender por qué algunas personas deciden saltarse la barda impuesta por la ley y el Estado. De acuerdo con Merton, o al menos con mi interpretación libre de su trabajo, las sociedades humanas crean ideales que inculcan en sus miembros como proyectos de vida. (Un Marxista diría que, en el sistema capitalista, estos ideales son los valores hegemónicos de la clase dominante, y que su internalización no es nada más que una falsa consciencia.) En principio, estas sociedades deberían también proveer a sus miembros de los canales legítimos para alcanzar dichos ideales. Una sociedad que logra esto tiene un sistema estable de movilidad social, y podríamos decir que es más “sana”, por llamarle de alguna manera. (Un Marxista diría que una sociedad con estas características está algo así como dormida.) El problema surge cuando una sociedad crea ideales, pero no los canales legítimos para alcanzarlos. En una sociedad así, surge una “tensión” entre la presión constante por alcanzar esos ideales (una casa en un barrio acaudalado, un carro último modelo, como suele ser el caso en muchas sociedades actuales) y la ausencia de canales legítimos para hacerlo. La liberación de la tensión puede ocurrir de varias formas, pero una de ellas, que era la que le interesaba a Merton y es la que nos apela a nosotros, es la de la “innovación”, que en esencia se refiere a la construcción de canales alternos, no siempre legítimos, para alcanzar los ideales. Desde esta perspectiva, no hay mucha diferencia entre una persona que roba, un pandillero que cobra extorsión y un político corrupto; todos son individuos que buscan alcanzar los ideales que les han sido inculcados socialmente, pero lo hacen a través de canales ilegítimos que violan la ley. (Ilegítimos para el Estado, claro está, pero no necesariamente para ellos.)
¿Puede este marco teórico explicar lo que ocurre en Palín? Pienso que en algo ayuda, articulado con la clásica idea de la “anomia”, entendida como la ausencia de normas o de sentido de vida y pertenencia, en su acepción más amplia. ¿No es el pretencioso condominio Las Victorias una encarnación de los ideales que nos han inculcado en Guatemala, ideales predominantemente materiales que rara vez ponemos en duda? ¿A qué ideal pueden aspirar los jóvenes que encuentran como única opción de empleo una maquila, en donde tienen que trabajar toda la semana, incluyendo los sábados y los domingos, en turnos extenuantes y cambiantes que a veces abarcan hasta las madrugadas? ¿A quién se le ocurrió que semejante actividad absurda le puede dar sentido de vida a un ser humano? ¿Qué otras opciones le parecerán razonables a un joven de la María Mattos, que se enfrenta a estas falsas opciones y además proviene de una familia desintegrada y violenta? ¿Qué sentido de pertenencia pueden tener los jóvenes en un contexto de esta naturaleza? Regreso a mis notas y encuentro una noticia sobre una mujer coreana abatida a balazos en Palín en diciembre de 2020. Advierto que al menos una de las maquilas del lugar tiene su sede en Corea del Sur, y me pregunto si ese caso tuvo algo que ver con esa maquila o si todo lo que he escrito hasta aquí está de alguna forma vinculado.
De vuelta en mi casa, observo las imágenes que me compartió uno de los colegas que ha colaborado con nosotros. Las imágenes son representaciones digitales de cómo se vería la estación del tren en Chiquimula si fuese reconstruida. Me entusiasman, pero a la vez me generan un sentido de desolación por el gris opaco del tren y la poca presencia de personas. Me vienen a la mente las ideas de otra colega para abordar la violencia y el desamparo de los jóvenes en Palín: una Casa del pensamiento, para que los mayores transmitan a los jóvenes los valores tradicionales de la cultura poqomam; una Academia de música para mujeres poqomames que han sido víctimas de violencia intrafamiliar; una Escuela de agricultura, en donde los jóvenes puedan aprender sobre el cultivo de la azucena y la piña, fruto que alguna vez tuvo un papel importante en la economía local. Viene a mi mente también una imagen del último taller que impartimos: a un policía se le ilumina el rostro cuando escucha sobre el manejo del crimen basado en los “puntos calientes”, sobre la relación estrecha que debe existir entre su institución y la comunidad, y sobre la posibilidad de trabajar juntos. “Hay esperanza”, me dije ese día, mientras salía del casco urbano.
En mi imaginación, atravieso la antigua carretera al puerto, me abro paso entre el bullicio y dos camiones enormes, y tomo el camino de regreso a mi casa. A mi derecha, veo la calle que lleva a la María Mattos, y pienso en las extorsiones, en los robos, en los asesinatos y en los linchamientos. Mi mente se desvía y pienso entonces en las imágenes de la estación de Chiquimula, en la ceiba, en las piñas y en los poqomames. Pienso a la vez en los jóvenes, en la agricultura, en la música y en la Casa del pensamiento. “Hay esperanza”, repito, como un mantra, mientras dejo atrás el pueblo y el verde de las montañas que encuadran los complejos industriales.