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Putin o cómo destruir a tu país

Por Daniel Haering
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La caída del muro de Berlín y el posterior colapso de la Unión Soviética dio paso a una época muy tumultuosa de la historia rusa. La opción que Boris Yeltsin, quien fuera Presidente de 1991 a 1999, representaba era de la conversión de las viejas estructuras comunistas a una democracia liberal y un capitalismo relativamente funcional.

Esto, claro está, es una sobre simplificación. Su mandato estuvo repleto de corrupción, inestabilidad y alcoholismo. Producto del desorden y el desmantelamiento de mecanismos de gobierno que habían ejercido el poder por décadas presenciamos una guerra entre mafias, algunas asociadas a antiguos cargos otras a nuevos y emergentes actores por el control de recursos fundamentales para la economía rusa.

Fascinante leer sobre las llamadas guerras del aluminio, auténticas batallas campales, repletas de tiroteos, envenenamientos y asesinatos por el monopolio sobre el útil metal.  Es en ese contexto donde presenciamos el ascenso del ex agente de la KGB Vladimir Putin que fue capaz de posicionarse como un actor clave pese a haberse mantenido en los noventa relativamente en la sombra al punto de ser capaz de apartar a Yeltsin y convertirse en el mandamás del convulso país.

Es en ese momento donde Putin enfrenta un dilema sobre el futuro Rusia: optar por continuar el intento de convertirla en una sociedad abierta o caminar hacia el más tradicional para la cultura rusa sistema autocrático…y claramente elige lo segundo.

Lejos de eliminar a la nueva élite oligárquica opta por centralizar su poder y disciplinarlos. Los Deripaska, Abrahamovic, Abramov, Prokhorov o Usmanov sobrevivirán o ascenderán dentro de una serie de condiciones impuestas a través de la violencia y el miedo (unos cuantos cuerpos oligárquicos hay para probarlo).

Es así como la estabilidad en la Rusia del siglo XXI viene de la mano de un régimen cleptocrático, es decir, un régimen donde el poder depende fundamentalmente de intercambios intra elitarios de bienes extraídos de recursos de la nación. El proyecto político de Putin tiene una serie de componentes que lo convierten en la potencia cleptocrática de nuestra época por excelencia.

La primera piedra angular es una oligarquía disciplinada alrededor del mismo Putin. Los antiguos gerifaltes y los creados por él mismo dada su cercanía, le responden directamente a él y reparten los beneficios de sus negocios con lógica feudal. Se debe dar un porcentaje a un “rey” extremadamente fuerte. Los oligarcas son agentes del gobierno, a quien proveen de información, obedecen sus órdenes y siguen sus agendas.

Otro de los grandes componentes de este sistema es una práctica diplomática, conocida como corrupción estratégica. Los agentes-oligarcas del Gobierno ruso en otros países, especialmente los más ricos y poderosos pagan cabildeos (Deripaska y sus esquemas de financiamiento electoral ilícito en EEUU), contratan expolíticos (el caso del excanciller alemán Schröder y su acuerdo con la compañía de gas Gazprom) o compran equipos de fútbol (Abrahamovic y el Chelsea) con la intención de sufrir el menor impacto posible por sus prácticas corruptas. Básicamente deben actuar en el exterior como un brazo no oficial del Estado ruso. Estas prácticas han sido muy exitosas a la hora de crear posiciones prorrusas en occidente e incluso evitar sanciones. La guerra de Ucrania ha reducido sustancialmente ese impacto, pero el trabajo fue tan intenso que todavía resiste cierto grado de influencia.

Una versión de esto se ha venido desarrollando entre la clase política y parte de la clase empresarial de Guatemala en EEUU con ciertos resultados, claro que como es el sapo es la pedrada y es difícil comparar los flujos financieros rusos en el sistema de bancos del Reino Unido, por ejemplo, con el cabildeo mendigo pagado con dinero de Taiwán del cual se beneficia nuestro Gobierno.

La corrupción estratégica ha sido muy eficiente en Rusia a la hora de crear estabilidad política. Putin gobierna de manera incontestada y los oligarcas, incluso ahora en medio de la gran crisis que viven, no abandonan el barco y apenas critican con la boca pequeña al dictador.

Los resultados como superpotencia cuentan otra historia. La opción que tomara hace veinte años ha profundizado los males que se derivan de todo sistema corrupto. Ineficiencia estatal y una mala economía son pésimos materiales para la construcción hegemonía internacional. Las ganancias en gobernabilidad son contrarrestadas por la mala calidad de todo lo que hace el Estado.

Un reto como la guerra de Ucrania ha puesto esto en evidencia. Un ejército mal entrenado y de baja moral, la hiperdependencia de los recursos naturales y la falta de competitividad tecnológica militar hacen que la operación en Ucrania convierta a Rusia en una potencia muy menor, si no lo es ya.

Existe corrupción en todos los países, pero no todos los países son cleptocracias. A largo plazo estos sistemas debilitan las capacidades de manejar eficazmente un país y no solo degradan la vida de sus ciudadanos sino la mismísima condición de superpotencia. La corrupción construye malos sistemas políticos que a su vez se construyen con más corrupción.

A estas alturas la esperanza es poca, pero esto debiera ser un cuento con moraleja para nuestra clase política. Guatemala, por origen histórico distinto al ruso tiene una clase de desinstitucionalización parecida a la que se dio en el colapso de la URSS, y su respuesta ha sido similar: los mecanismos de gobernabilidad se han constituido en un sistema cleptocrático, que genera estabilidad intra elitaria a través de transacciones entre redes de corrupción. Claro que Guatemala no es superpotencia ni tiene una figura tan dominante como Putin, pero los catastróficos resultados son, ajustados a nuestra propia escala, similares. Si Guatemala quiere ser un país influyente a nivel internacional no lo conseguirá con corrupción estratégica como sustitutiva de la diplomacia, sino generando instituciones más fuertes y poniendo sobre la mesa un proyecto de valor para la comunidad internacional.

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Daniel Haering

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