Vulnerabilidad, cambio global y la necesidad de respuestas locales

Por Isabel Reyes
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El cambio climático y la alteración acelerada de los ecosistemas han generado impactos que señalan contundentemente una elección para la humanidad: cooperar o desaparecer. Actualmente vivimos en una era geológica afectada fuertemente por la actividad humana, y estos cambios globales implican un desajuste del orden natural sin precedentes, que avanza con velocidad. 

Estos daños, en algunos casos irreversibles, están afectando desproporcionadamente a algunas poblaciones desde varios frentes, transformando a la vulnerabilidad social en un rasgo dominante en América Latina. En ese sentido, la vulnerabilidad social se refiere a la interacción entre las personas y su entorno; se entiende como una condición en donde, por diferentes circunstancias, se padece un estado de indefensión particularmente agudo ante los cambios. (CEPAL, 2004 p. 18). De esta incapacidad adaptativa se desprende una serie de riesgos que representan un potencial impedimento a la satisfacción del bienestar individual y comunitario. No existe una vulnerabilidad única que agote la categoría, pues esta característica se puede expresar de forma crítica en múltiples dimensiones de la vida humana, como la salud, los ingresos y la satisfacción de necesidades básicas. Es importante señalar que la dominancia del riesgo dependerá del contexto y sus circunstancias, entre las cuales subyace el medio ambiente. 

Los cambiantes escenarios ambientales han exhibido dos efectos necesarios para comprender la vulnerabilidad. El primero responde a aquellos factores que históricamente han expuesto a poblaciones a mayores riesgos y constituyen los fundamentos de las estructuras del ordenamiento social, económico y político del país, como el racismo, el machismo y la desigualdad de acceso a oportunidades. Estos elementos tienen un origen sociohistórico y culturalmente determinado, pero también se retroalimentan por componentes del entorno, como el acceso a los –cada vez más escasos– recursos naturales. 

Para 2019, la pérdida de desarrollo humano en Guatemala debido a la desigualdad alcanzó el 27.5%, posicionando al país como el más afectado por este fenómeno en latinoamérica (PNUD, 2022, p. 47). Esto tiene un impacto sobre el aprovechamiento de los recursos disponibles y la permanencia de ciclos de pobreza en los grupos más vulnerables de la población, por lo que el combate a la crisis climática debe necesariamente apuntar a la reducción de brechas de desigualdad y la inclusión de estos grupos en el sistema de oportunidades. De esta cuenta, el desempeño institucional también juega un papel importante en este cometido, pues la provisión de servicios públicos, como educación accesible y salud universal pueden ser una fuente de desarrollo e introducir mejoras en la calidad de vida de toda la población.

El segundo efecto procede de las catástrofes naturales. En primera instancia, estas implican golpes fuertes en las vidas de las poblaciones generales y contribuyen a la creación de nuevos riesgos derivados de la incapacidad de recuperación en el tiempo adecuado. Por ello, poblaciones por debajo de las líneas de pobreza son más propensas a padecer las consecuencias más devastadoras de estos fenómenos. También se involucran cuestiones institucionales, pues requiere el buen desempeño de servicios públicos, como una infraestructura con la capacidad de resistir las condiciones climáticas del país, un sistema de prevención de desastres óptimo y procesos de contención, recuperación, rehabilitación y reconstrucción después de las catástrofes.

En cuanto a la absorción de impactos, se ha observado una afectación particular en las regiones más remotas del país, por lo que es preciso poner un enfoque especial en la gestión ambiental de áreas rurales. La inoperancia e inexistencia de las instituciones públicas está acentuada en las áreas rurales, cuya población constituye un 46.15% del total del país. La dificultad de acceso, muchas veces generada por ese mismo abandono estatal, supone un agravante en la incapacidad de recuperación ante desastres y factores de estrés ambiental, puesto que también se observa una mayor concentración de poblaciones vulnerables.

La Figura 1 muestra un aumento en la frecuencia e intensidad de las amenazas climáticas en los últimos 50 años. Si las tendencias actuales continúan, el número de desastres por año a nivel mundial puede aumentar en un 40% para el 2030. Se avecina un futuro más propenso a fenómenos como olas de calor, incendios, tormentas tropicales,  inundaciones y sequías, por lo que es preciso hablar sobre los riesgos asociados propiamente a ellos. De esta cuenta, la vulnerabilidad de los sistemas humanos puede proyectarse desde diferentes frentes, como la seguridad, la salud pública, la migración y la sostenibilidad alimentaria. 

Figura 1: Número de eventos de desastre 1970–2020 y aumento proyectado 2021–2030

Fuente: Informe de Evaluación Global de la ONU sobre la Reducción del Riesgo de Desastres (GAR), Análisis UNDRR basado en EM-DAT (CRED, 2021)

La seguridad alimentaria se concibe como un acceso permanente a alimentos seguros, nutritivos y en cantidad suficiente para satisfacer sus requerimientos nutricionales y preferencias alimentarias, y así poder llevar una vida activa y saludable (FAO, Cumbre Mundial de Alimentación, 1996) y los impactos de la incertidumbre climática la someten a un estado constante de riesgo. Fenómenos como sequías, olas de calor y la contínua desertificación inevitablemente se traducen en pérdidas de cultivos, infraestructuras y vidas humanas. En el caso específico de poblaciones rurales, mayormente expuestas a desnutrición crónica, el abastecimiento de alimentos está fuertemente vinculado a la estructura agraria de los ecosistemas locales, por lo que la presencia de monocultivos sumada a la crisis ambiental, como la sobreexplotación y degradación de los suelos, las limitaciones en las precipitaciones usuales y las variaciones drásticas de temperatura, complican el acceso a fuentes de alimentación tradicionales. 

La crisis climática supone niveles de emergencia elevados en todo el planeta. Sin embargo, las principales problemáticas, que ponen en evidencia las realidades altamente desiguales, deben ser abordadas desde los esfuerzos locales. Es importante plantear los parámetros del uso y aprovechamiento de recursos naturales con la adopción de enfoques de justicia ambiental. Así se procurará una asignación de cargas, costos y beneficios haciendo énfasis en la protección de los ecosistemas sin dejar atrás a las personas. Para alcanzar este objetivo se debe abandonar cualquier distinción radical entre la humanidad y el planeta, concebir estos dos como parte de un mismo sistema y hacer la planificación y planteamiento de soluciones desde ese nivel. Esto implica la facilitación de espacios en donde las personas puedan conectarse con su territorio, reconociendo las exposiciones ecológicas, hidrográficas y geológicas a las cuales están expuestas y planteando los efectos de la acción humana sobre el ecosistema que les rodea y cómo mejorarlos.

La conflictividad derivada de la explotación de recursos naturales, la crisis de gobernabilidad y los problemas de acción colectiva que se desprenden de ella pueden mitigarse mediante el planteamiento de nuevas formas de distribuir el poder y tomar decisiones. En ese sentido, es importante darle voz a las comunidades en los procesos de planificación participativa, para que existan mecanismos de conciliación, enfrentamiento y abordaje de las presiones económicas en un diálogo de intereses, conocimientos y propuestas plurales y diversas. Para ello, es necesario adoptar y adaptar los cuerpos normativos, de forma que exista un elemento de prevención de conflicto y mediación, pero también una garantía en los casos en donde se produzcan daños ambientales cuyos efectos obliguen a una población a soportar una carga desproporcionada. Tal es el caso de Tocopilla, una provincia ubicada en la región de Antofagasta al norte de Chile, en donde la actividad productiva predominante consiste en el abastecimiento de energía por medio de centrales termoeléctricas que, por el uso de algunos derivados del petróleo altamente contaminantes, estaban generando altos costos ambientales para la población en temas de salud. Como respuesta, una coalición de actores sociales e instituciones de defensa del medio ambiente emprendieron una experiencia de participación ciudadana para la mitigación del cambio climático. Esto tuvo por resultado la elaboración de un plan de descontaminación atmosférica y un sistema de vigilancia para asegurar su cumplimiento.

La construcción de un modelo de gobernanza ambiental implica una revalorización del papel del Estado de cara a su población, dotando a las comunidades  de los insumos necesarios para enfrentar y transformar los impactos negativos del cambio climático en oportunidades de cambio e innovación pública. Orientar la inversión pública y privada a un desarrollo económico sostenible conlleva desafíos en cuanto a la elaboración de los modelos de gobernanza, pero es necesario adoptar enfoques de colaboración multinivel para hacer frente al día a día en esta realidad cambiante. 

La actualidad expresa contradicciones económicas, políticas y sociales que ponen en evidencia el agotamiento de los patrones de desarrollo que han caracterizado a la región hasta el momento. Estos contextos reproducen asimetrías de poder que impiden un diálogo representativo de la pluralidad de intereses e ideas, favoreciendo la continuidad del orden establecido e incrementando la sensibilidad a los fenómenos derivados del calentamiento global de forma acelerada. Para alcanzar una agenda climática exitosa globalmente, es imperativo emprender acciones desde lo local y esto solo puede ser posible si se da lugar en la mesa de negociaciones a líderes locales, nacionales y regionales.

Isabel Reyes

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